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Selección de poemas de

                                              Santiago Vizcaino

 

 

 

 

 

 

por beber me perdí en noches ruidosas sudando copas frías de cerveza y orinando en sucios catres mientras mujeres miraban mi miembro exangüe y deshecho. por beber no conocí parís ni estuve en el cumpleaños de mi madre. por beber fui escoltado hasta la celda de la memoria. y lo pagué muy caro. fue que pasé bebiendo hasta que los días se hicieron uno solo. tenía treinta años que también me los perdí. por beber conocí a una mujer que destrozó mi nuca. por beber la perdí. he discutido. he golpeado paredes. he amado la soledad cuando todos se han ido y una moral infausta llena mi casa de ira y a mi cama del semen milagroso de fantasmas deformes. por beber he dormido dulcemente durante veinticuatro horas seguidas. por beber tengo amigos asesinos, violadores de tumbas, carteristas, futbolistas frustrados, cantantes de karaoke, travestis guapísimas, sociólogos comprometidos con la droga social. por beber he sido internado entre blancas paredes. me han insertado sondas por el pene. me han acuchillado en la vereda. se han reído de mi cuerpo enano. por beber adolezco de una sensibilidad tormentosa. quise escapar pero había que abrazar a dios. entonces preferí la muerte. porque por beber he sido feliz y he concebido el éxtasis como a un hijo prematuro. porque por beber ya todo es día claro a través de la miel del apestoso aliento.

 

 

 

 

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A Wladimir, Walter y Edwin

 

 

Bajo el techo el humo blanco envolvía las luces de colores.

No había rayo de luz que atravesara los cristales.

Todo eran volutas de sexo

y sudor como sangre

en los cuellos de los hombres.

Se hacía fila como en un mercado de reses robadas.

No era la noche sino el día de la resaca luminosa.

 

Dos obreros con pantalones sucios

se engolosinaban al mirar la transparecia

de las ropas femeninas.

La cerveza se entibiaba con el calor

y era una sopa espesa sobre la mesa

o bajando por la garganta.

 

Las chicas entraban y salían de sus cuartos

agitadas por la combustión del goce masculino.

 

El día como la ceniza se perdía en el piso.

 

En el centro del salón un cuerpo obeso empezó a menearse,

pero nadie quería esa espantosa soledad.

 

Los que estaban sentados en las mesas masticaban

la inerte velocidad de sus vidas.

 

Un chino triste fumaba con aire tibetano.

Se llamaba Bo Hu y no hablaba español.

 

Dos policías de servicio hacían fila en la cueva de la más tetona.

 

Y todo era simple y básico como orinar al aire libre.

 

En la espesura del humo las risas eran gritos.

Esta muchedumbre venía a contagiarse de la pequeña muerte.

Esta pequeña muerte venía a contagiarse de la muchedumbre.

O tal vez era la vida en su última implosión.

 

El olor del morbo se pegaba en la ropa

y el feliz suplicio de la bebida enfriaba nuestra sangre.

No había por qué huir.

El lugar era seguro como una cárcel.

 

 

 

 

 

 

 

Cuenca, no more

 

A Luis Borja Corral,

duendecillo valiente

 

Decía no fumar y fumamos.

Era la furia.

Dos cadáveres encendidos en una Atenas taciturna.

Yo no era más hombre, sino ridículo.

Pero aprendí que la amistad es «fulgor del instante».

Nos estábamos leyendo,

el rostro,

el cuerpo,

leyendo y golpeando los cerebros,

el uno contra el otro.

Qué hermosa batalla del ego,

de la citación, de la mala traducción de nosotros mismos.

Decía no beber, y bebimos.

Anduvimos ebrios por las húmedas calles de la ciudad

como dos raposas perdidas en el asfalto.

Y comimos el cuy más delicioso del mundo,

chupándonos los dedos,

bajando esa paz salobre con una patucha pecho amarillo,

como tiene que ser.

Decía no drogarse y nos drogamos.

Fuimos felices aspirando,

o más bien inspirando la envidia de los sobrios.

Pero había alguien más:

Lo cito: «Si uno bebe, si bebe

nuevamente, si bebe hasta caer por tierra, debe levantarse

y continuar bebiendo hasta contemplar el Dragón».

El Fakir es mi pastor.

Decía no vomitar y lo hicimos.

En el vado vivo del río Tomebamba, vomitamos.

El vino salía como la sangre.

Manantial de vino sangre de la dark gorge.

Como esa canción, más bien el video: Pass this on.

Decía follar, y no follamos.

Violamos a una mujer imaginaria,

daviliana,

que rompió una botella

en el justo momento del beso. 

Pero no sufrimos.

Lloramos de ardor fervoroso de la dicha.

Como una pastilla incandescente.

Decía tomar el vuelo, y no lo hicimos. Porque la memoria se nubló.

Queda la resaca del goce.

Cuerpo moribundo, depresión postparto. 

Nostalgia de la ola que nos revolcó.

Yo ahora reposo en la arena.

 

 

 

 

 

De un solo tajo

 

 

Olvidaste las llaves.

Olvidaste cerrar

silenciosamente

el cerrojo de tu corazón agotado.

Mucho ruido.

Demasiado ruido para partir.

Olvidaste dejar una nota de despedida,

todavía mojada por una última lágrima

como una gotera.

Todo el jardín está marchito.

Lucas, el perro, ha dormido también mordiendo

el pantalón que usabas para despertar.

Estaba molesto.

Se ha secado sus lágrima contra el césped.

Pero ya le ha pasado.

Olvidaste también el vino comprado para festejar

el triunfo de la noche.

Ya lo destapé.

Ya lo bebí.

Era muy dulce para mí.

El éxtasis de la soledad mina la habitación.

O sea que ya nadie te extraña.

 

 

 

 

 

Santiago Vizcaíno. Quito, 1982. Poeta, narrador y ensayista. Estudió Comunicación y Literatura en Ecuador y Gestión del Patrimonio Literario en España. Ha publicado, en poesía: Devastación en la tarde (2008, 2015), En la penumbra (2011) y Hábitat del camaleón (2015); en ensayo: Decir el silencio. Aproximación a la poesía de Alejandra Pizarnik (2008), y en cuento: Matar a mamá (2012, 2015). Recibió el Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Cultura del Ecuador en 2008 y el Segundo Premio Pichincha de Poesía en 2011.

         

        

 

 

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