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Aldeano vanidoso

 

Por Mario Verdugo

 

 

 

Si una de las reflexiones más socorridas sobre poesía chilena reciente se fundamenta también en una imagen espacial (me refiero a Ciudad Quiltra), no parecerá inoportuno que yo nortinice o ensurezca los textos en cuestión. Lo que me interesa es reseñar muy someramente cómo algunos poetas y lectores se sitúan en el plano geopolítico; cómo se plantean frente al proceso de construcción y reconstrucción discursiva de los espacios regionales, periféricos, no metropolitanos; cómo reaccionan además frente a lo que a mí me gusta llamar el “geoestatus”, o sea, aquel modelo de organización simbólica y concreta del territorio, que se caracteriza por la verticalización valorativa, axiológica del par centro-periferia, de manera que el primer término queda ubicado “arriba”, y el segundo, obviamente, “abajo”.

 

El tema a veces resulta odioso, impopular, con poco glamour, y a veces se le desecha como una obviedad no interrogable, como si se tratase una otredad demasiado ligera. A estas alturas del partido es re difícil que alguien se ponga a discurrir suelto de cuerpo sobre una cantinela tan incorrecta como el “lector-hembra”, por ejemplo, pero del provinciano todavía es admisible predicar toda clase de vicios, taras y minusvalías con absoluta impunidad. Y no sólo en el lenguaje corriente o en la cultura de masas, no sólo en las teleseries, en los chistes o en Borat, sino inclusive entre los autores que problematizan las modernas localizaciones epistemológicas, Wallerstein, Benedict Anderson, Ángel Rama, en fin… El mismo José Martí repudiaba a ese “aldeano vanidoso que veía a su pueblucho como el ónfalo del universo”. Y Gramsci retrataba al enunciador de provincias como un sujeto imbécil y llenos de sofismas banales. 

 

Casi siempre lo provinciano tiene un sentido contraejemplar: segregación amurallada, mirada corta, conservadurismo, neofobia, gerontofilia y otras patologías feas y raras. El geoestatus gravita tanto en el mundo empírico como en el universo ficcional. Si vamos a la literatura en específico, nos damos cuenta que este modelo suele afectar fuertemente a los emisores regionales, cuyas actividades son leídas a menudo de forma degradante o despectiva. (Sólo por poner un caso: Wellek & Warren –responsables de un conocido manual universitario, que es también una especie de buddy movie de la teoría literaria– entendían este tipo de enunciación como un refugio del resentimiento, nada más que un montón de esperanzas piadosas y prescindibles, por cuanto el único marco adecuado para mapear la literatura era el espacio de la nación orquestada desde su centro). 

 

Y si ya nos metemos a la inmanencia del texto, es muy común que los acontecimientos se restrinjan a una mera cuestión de ascensos y descensos: ascenso al espacio-tiempo prestigioso, la capital, donde radicaría la experiencia moderna y, por ende, el único horizonte de realización individual y colectiva; y por otro lado: descenso al espacio despreciado (en el caso de los afuerinos que llegan al territorio periférico) o estancamiento en el espacio despreciado (en el caso de los residentes provincianos incapaces de desplazarse). O sea, siempre siguiendo el eje vertical de lo que quiero llamar geoestatus.  

 

El hecho es que pese a todo el tema se las arregla para reaparecer, en buena y en mala hora. Sabemos que desde hace unos años se ha estado perpetrando un proyecto autodenominado “Descentralización poética”. Sabemos lo que ocurrió cuando se organizó en Santiago un Seminario de Poesía y no se invitó a poetas de regiones (ahora se dice que sí habrá paletos, hillbillies y rednecks para la segunda versión). Recordará Daniel cuando Alejandro Godoy propuso un catálogo tentativo de poetas jóvenes chilenos, todos de Santiago… (Me disculpan que mencione episodios chismográficos de Facebook como fuente, pero ya está más o menos claro que Facebook se ha convertido en una arena para los incumbentes y contendientes del campo literario).

 

La pregunta podría ser cómo situarse sin lastrarse, cómo asumir una conciencia de la regionalidad sin recaer en el vicariato martinrivista, ni en esos afanes de canonización compensatoria tan frecuentes en el periodo post73: esa búsqueda de validación afirmada tan solo en la oriundez o el afincamiento, no importando si lo que se produce es una obra magna o un mamarracho (dicho de otro modo: soy maulino, soy temuquense, soy penquista, y ya por ese mérito merezco figurar en el mismo parnaso regional junto a De Rokha, Gabriela Mistral… o Ercilla)

 

Hace cosa de unos meses se presentó en La Chascona, la casa de Neruda en Bellavista, una antología editada en la región de Valparaíso y que lleva por título Entrada en materia, la antología favorita de mi amigo Ernesto González Barnert, que lamentablemente no pudo venir, aun cuando figuraba en el programa. ¿Qué señala paratextualmente esta antología? Que no es el bosquejo de una escena generacional ni geográfica. Que es necesario dejar de leer desde el aislamiento provinciano. Que resulta legítimo encarar la dominancia discursiva metropolitana, pero que unir la escritura poética al territorio –de manera reivindicatoria– es una empresa de dudosa solvencia teórica. El impulso deslocalizante llega a ser tan evidente, tan abarcador, que se omiten del todo los datos domiciliares o espaciales de los antologados, por mucho que varios de ellos sean coterráneos del libro.

 

No es un incidente nuevo tratándose de Valpo. El 2008 se publicó Carta de ajuste, antología de poetas inéditos en Valparaíso. Aquel “en” iba en cursiva, una cursiva precautoria, y los compiladores de entonces –Juan Eduardo Díaz y Antonio Rioseco– no dejaron de remarcarlo en el prólogo: no creemos en una poesía con tintes localistas, no es ésta nuestra patria chica, la región es un punto de encuentro, un lugar de tránsito: una circunstancia en la que converge –por estudios o por trabajo, pero nunca por simple turismo– un grupo de poetas a los que yo tiendo a ver como una población flotante, poetas flotantes, cuyos productos podrían desvirtuarse al ser objeto de una localización más enérgica o comprometida. Eso sin perder de vista, claro está, que convocar el topónimo Valparaíso en el título (y no Chuchunco o Villaviciosa o Springfield o París) ya conlleva inevitablemente una imantación de valores simbólicos. Todo poder es toponímico, decía De Certeau. 

 

La reticencia de Díaz y Rioseco es una respuesta a los dilemas de la ficción territorial. La omisión productiva de Ismael Gavilán en su Entrada en materia también es una respuesta. Pero hay otras. Uno puede optar en este ámbito por una modalidad integradora, por una modalidad denunciante, por una modalidad diferencial, por una modalidad epistémica. Se ha dado el caso de una discursividad belicosa respecto del territorio inmediato, producida a pesar de, como el pertinaz grupo rancagüino Los Inútiles, y se ha dado también la alternativa de un operar periférico que hasta cierto punto se vuelve hegemónico, no por lo imposición de un temario autóctono, sino por la formación de centros activos de producción y circulación literaria en provincias: logro –o mito– de Trilce y Arúspice en los sesenta.

 

Vuelvo a nortinizar. El año pasado la Fundación Neruda presentó en la Feria del Libro de Santiago una antología titulada Predicar en el desierto, poetas jóvenes del Norte Grande. La constitución de ese corpus se basaba precisamente en el cruce de la variable territorial con la variable etaria. La tapa, sin ir más lejos, recurría a un motivo cartográfico, y en las páginas interiores no faltaban fotografías de paisajes, evocadoras quizá. El prólogo de Tamym Maulén entreveía algunos elementos compartidos por los allí convocados (en especial un cierto “realismo sucio”), y refrendaba además la importancia de iniciativas de este orden en términos de la ecología literaria del país.

 

Se dirá que esto es hegemonía, que es el producto de una institución reputada, asociada incluso con una industria minera (Collahuasi), pero el fenómeno se reproduce también o por lo menos se discute en las páginas de la cultura emergente. En Nueva Nortinidad –una compilación que la editorial Cinosargo publicó el 2009– se gastaban unos cuantos párrafos intentando asesinar al padre simbólico (la pampa calichera) y abominando del misticismo princisecular de cartón piedra. Se abogaba, en contrapartida, por la incorporación modernizadora de otra iconografía: narcos, contrabando, psycho killers, porno duro, subgéneros como la ciencia ficción o el terror, medios digitales y nuevas codificaciones semánticas y fonéticas que se originaban en el contacto fronterizo y en un vínculo de multicentralidad con Perú y Bolivia.

 

Con un tono casi manifestario se disponía así un programa que apuntaba en principio a la narrativa, pero que podemos ver traducido, quizá, en textos poéticos recientes de Daniel Olcay, Renato Contreras y Rodrigo Rojas Terán. No tengo tiempo ni ganas ni tal vez la competencia para juzgar la ejecución estética de estos autores, pero sí quiero hacer notar que en ellos existe una implícita o explícita acentuación espacial de los signos.

 

Asfalto, de Olcay, incluye referencias locales o que podrían remitirse a escenarios reconocibles, aunque puestos a lidiar con un tecnoimaginario –cito– “de silicio y sangre”. La comunicación con el lector se encuentra expuesta a un constante ruido, y digo ruido en su acepción cibernética, como una serie de interferencias que esta vez no necesariamente entorpecen la comprensión, sino que más bien actúan como contraseñas, encriptando ex profeso para reafirmar la existencia de una comunidad ideal de intérpretes. En Asfalto hay “tecnocaína”, parafilias, entropía y “códigos para hacerse invisible”. Los viejos clichés identitarios son sustituidos –y esto también es cita– por una “Para-Identidad”.

 

Algo parecido podemos hallar en Continue, de Renato Contreras, que por sus aventuras gráficas y su inclinación prosística podría obligarnos a repetir la frase sotto voce más recurrente y pelotuda en las lecturas poéticas: “¡Esto no es poesía!” Lo que predomina aquí es el léxico macarrónico y ruidoso de los videojuegos, por momentos coloreado de incorrección política (prácticas de sadismo contra los gordos) y de incorrección regional (el gamer cuya infancia desemboca en un odio sistemático hacia los mineros).

 

La introducción de tecno-terminologías y de extranjerismos no es por supuesto una novedad  en la literatura producida desde los extramuros de la metrópoli. Como dijera Mirko Lauer acerca de las vanguardias del Perú –muchas de ellas de raigambre provinciana– las voces extranjeras pueden actuar como una clave morse de lo cosmopolita, como una remisión abreviada a otro espacio, al cual los poetas también se pliegan mediante un vocabulario indicial: antaño avionetas y globos aerostáticos; hogaño redes, consolas y quién sabe si cabinas de teletransportación.

 

Con menos ruido (ya digo que no estigmatizo el ruido) y más elementos de mímesis histórica y espacialmente localizable, Rodrigo Rojas Terán marca territorios desde la misma portada de Cumbia ácida, adelanto recién publicado de un poemario mayor. Va ahí, en la portada, una bolsita rellena con un polvo blanco, que nada cuesta emparentar con aquella bolsa con tierra del valle central incluida por Juan Luis Martínez en La poesía chilena. En esta ficción de frontera, el pop o el hardcore demandados por la Nueva Nortinidad el 2009, se cruza con coordenadas de mundialización económica y de (entre comillas) baja cultura: tecnificación agrícola, invernaderos, pesticidas, reggaetón, Wendy Sulca, cumbia chicha, cumbia sound, sitios eriazos que no alcanzan a teñirse de camanchaca.

 

La posibilidad de intervenir en las cartografías oficiales está también en un poeta nortino ya no tan joven: Víctor Munita Fritis. Su libro En guerra con Chile lleva un paratexto bien claro a ese respecto: “poesía geohistórica”. Es un libro que reincide, como los anteriores que nombré, en la disposición gráfica y tipográfica, un libro que apuesta igualmente al ruido intersemiótico y al extranjerismo (textos no en inglés sino en chino), un libro que rehace mapas o los desfamiliariza, y que trabaja en especial –creo yo– con la relación parte-todo, con la sinécdoque, pensando los lazos entre la región y el país, o las lazos entre las partes del cuerpo y el cuerpo total. El Estado-nación acostumbra concebirse como un organismo del que no puede amputarse ningún miembro. De ahí que haya fotos de veteranos de la guerra del Pacífico con chongos, con miembros cortados, y que se pida al lector que ponga una imagen de un pariente y que enseguida le quite un brazo o una pierna. No estamos, en cualquier caso, ante un regionalismo acantonado o defensivo, sino ante uno problemático, o ante lo que Antonio Cándido llamara (sé que la etiqueta es dudosa) un “superregionalismo”, un regionalismo crítico, en guerra con las visiones nacionalmente consagradas.  

 

Bueno, ensurezco brevemente para terminar. No me parece un fenómeno negligible que el poeta Miguel Bórquez haya publicado hace poco un libro como Trapalanda, esa ucronía construida a partir de ciertos mitos australes, y que ya desde el poema inicial va estableciendo un mapeo heterodoxo: “Soy una desesperada inanición, / lo que hierve Chile adentro / y analmente desvalija al beato territorio”.

 

El caso del aún inédito Alejandro Azúa me sirve para mandarme el último carril de la tarde. Intuyo que en el discurso y en la práctica de los poetas que menciono, hay una percepción del territorio, una vivencia del territorio regional, que es distinta a las que han sido dominantes en la literatura chilena. ¿Quién era el enunciador criollista? Alguien que salía del centro, iba a las provincias, extraía recursos icónicos y después los procesaba y presentaba en la capital. ¿Quién era el enunciador lárico? Alguien que se iba a Santiago, padecía saudades y con eso configuraba una poética del retorno imposible, en conflicto con la modernidad. ¿Quién era el enunciador regionalista después del 73? Alguien que decía ser de ahí, y que de ahí no se movía, para seguir cantando o archivando –bajo la vigilancia del centro autoritario– las lindezas de la comarca.

 

En Azúa, en la manera como practica el espacio magallánico (hay remisiones claras: busto de Grimaldi, presunto submarino nazi, costanera que parece diseñada para alienígenas, etc.), creo que se trata más bien de una experiencia de la simultaneidad, no la centralidad criollista, ni la lateralidad o la marginalidad lárica, ni la guetificación regionalista. Centro y periferia a la vez, sin alharacas ni lloriqueos, sin los desgarros consabidos del migrante interno. La idea concuerda un poco con cierta retórica postista de los flujos y de la plasticidad. Pero es una idea no más y ya ha sido suficiente cháchara. Así que eso no más por hoy. Gracias.

 

 

 

Texto leído en una mesa de diálogo entre poetas latinoamericanos en el marco del III Festival de poesía transfronterizo Tea Party en la trifrontera de Arica (Chile-Perú-Bolivia).

 

 

Mario Verdugo Arellano, Talca 1975. Doctor en Literatura UCV, periodista Universidad de Concepción. Ha publicado: La novela terrígena, Pequeño dios editores 2011, Apología de la droga, Fuga ediciones 2012, Libros del Pez Espiral 2014, Canciones gringas, Ediciones Inubicalistas 2013, Miss poesías, Editorial Alquimia 2014. Actualmente es profesor en la Universidad de Talca y ocasional columnista en The Clinic. Vive en Santiago.

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