MOLAR
De las revistas, texturas plásticas y contrastes exagerados, amatista encuentra el fucsia en los párpados de una modelo cuyo alambicado escote dialoga con la publicidad. Así no, dice el dentista, su yema recorre mi mandíbula, empuja la quijada para recostarme el cráneo. En mi espalda, entre omóplato y cadera, queda un vacío incómodo, el cual resuelvo con un falso estornudo que me devuelve a la posición original, lindo vertical iluminado, a mano izquierda la escupidera clínica y el detalle de un manubrio que no me atrevo a tocar. No estás en una máquina del tiempo, oigo el susurro detrás del tapabocas. Y es que yo quería morirme a los veinticuatro años, antes de que mis dientes se pudrieran, creí que no iba a necesitar la compañía cotidiana, el sonsonete aprobatorio. Bien, a bocajarro, cuento doce caries, dice el dentista. Me parece que esto, rasca con el gancho, es sarro, pero hay que revisar a fondo, dice el dentista. Concluyo, se rasca la nariz o el bigote traspasando el tapabocas con el índice, que no te sabes lavar los dientes, verás, toma una dentadura de juguete y me indica tallando con un cepillo miniatura, hay que lavar por fuera, de arriba a abajo, y por dentro, de arriba a abajo; los molares, en cambio, dice el dentista, debes tallarlos en círculos, uno por uno, como si fueran peldaños, o ventanales, hagamos algo, figúrate que son ventanales, plataformas, digo, una superficie con relieve, ¿qué tal? A lo mejor, tal vez, lo que sucede es que tú eres Dios, imagina, y bajas una mano al mundo para limpiar una montaña, o en tu caso un volcán, porque sin duda tienes cavidades hondas, golpea el marfil del colmillo, por ejemplo, aquí, rasca, entierra el garfio y me jala la mandíbula, aquí hay una caries consagrada, espero que no se haya infectado. Bien, imagina que eres Dios limpiando una cordillera que es tu dentadura, porque, no sé de religión, pero Dios, al menos el universal, es el creador y el cuerpo, él mismo es el cosmos que reconfigura. De modo que la materia, en cierta forma, dice el dentista, también es Dios, así que Dios puede bajar a limpiar su mundo y, a un mismo tiempo, también lava su cuerpo, la prisión a la que nos trajo para desinfectar la carne. Pero yo no sé nada de religión, dice el dentista.
Nunca me acostumbraré al taladro chillón ni al inyector de líquido, que no es agua, pero te dicen que es agua, o tú crees que es agua, pero en realidad es un desinfectante que disparan en la encía, luego de lo cual, el aire, que sí es aire, aunque se siente como un silbido, petrifica el derredor del diente, lo esmerila, lo aísla en sinsabores ácidos. Escupe, dice el dentista y me habla de sus cinco hijos, una universidad en Londres, un chef con muchísimas probabilidades de ascender en un restaurante bistro, gourmet, folklórico, prehispánico, fusión, molecular. Me hace preguntas que sabe que no puedo contestar con tres pinzas adentro de la boca. ¿Eres casado? ¿Consideras que el fascismo es una derivación natural de todo rol protagónico? ¿Padeces insomnio? ¿Lloras al recordar los amores que perdiste a causa de tu mal aliento? Qué tonto, ¿cómo me vas a contestar así? Retira los instrumentos, prepara una aguja del tamaño de una flauta y me hace otra pregunta aunque la expresa como si estuviera repitiendo la última que hizo, o quizá se trate de la misma que cree haber repetido desde que entré al consultorio. ¿Eres feliz?, señala mi labio inferior con la punta burbujeante de la aguja y desliza ligeramente los dedos índice y medio al presionar la base con el pulgar.
Contrólate, me digo, menciona elementos familiares y sustrae de ellos un juicio íntimo no comprometedor, habla del mar, hay un cuadro en la recepción, habla del color turquesa que te recuerda al día en que tu madre se sentía muy guapa en una boda y tú, niño de cinco o seis, te escondiste bajo su vestido y gritaste que no querías vivir nunca sin ella. No sabes convivir, ¿verdad?, imagino que dice el dentista, o lo dice, pero pronuncia con tal sutileza las consonantes que su pregunta bien podría estar expresando una banalidad, ¿te gustan los perros? No tolero, me dice el dentista, que mis pacientes se crean superiores al hilo dental, ni que me pregunten qué marca de pasta es mejor; bien podría contestar, lo sé, como con los vinos: el mejor vino es el que más te gusta, ¿no? Pero con las pastas y los artículos de higiene bucal no funciona de la misma manera, no sería riguroso aseverar que funciona así, porque, déjame decirte algo de todos los artículos de higiene personal, esto incluye a los cepillos de dientes y a los jabones y a las cremas para el pie de atleta. Parece que el dentista está a punto de confesarme un secreto, aunque bien podría estar hablando de la caída del Imperio Romano. Los mejores productos higiénicos, presta atención, dice el dentista, son los que se usan con regularidad. Re-gu-la-ri-dad. Ya sé, no descubrí el hilo negro, pero esa es la verdad, no sabes cómo me carga que me lo pregunten, ¿qué es mejor? Porque, mire doctor, el otro día, en la tele, vi un comercial en el que aparecía otro doctor, uno como usted, igual de sabio y amable, que decía que tal o cual marca era superior, entonces, dígame, doctor, ¿la compro? Golpea la bandeja donde están los instrumentos y entreveo una lágrima en el contorno de su párpado. Me rindo, me dice, si no quieres usar hilo dental, no lo hagas, ¿quién tiene el tiempo? Sólo sí te voy a pedir una cosa, haz buches; no me mires así, no me vayas a preguntar de qué debes hacer los buches, que si de enjuague con alcohol o sin alcohol, o con aroma a cerezas o con motivos bucólicos. Haz buches, te aseguro que Dios hace buches de huracanes, y los huracanes purifican su creación, lavan el cuerpo de su creación, que también es su cuerpo, como ya te había dicho. Haz buches, me ruega el dentista y se quita los guantes.
¿Terminamos?, le pregunto, pero pronuncio otra palabra debido a la anestesia. Levántese, ya es tarde y siempre será demasiado tarde. Me está robando el tiempo, dice el dentista, quítese el babero. Hago el ademán de sacar mi cartera y el dentista exclama la palabra honorarios y menciona otras tres universidades privadas y a una exesposa que toma a diario frapuchinos de setenta pesos. Hablemos, dice el dentista, no hay que perder el contacto.
Bien, la odontología no es un ritual ni un pasatiempo, dice el dentista, tampoco es una sesión única ni una experiencia radical, la odontología es un tratamiento prolongado, y yo, por más que quiera, no puedo darte de alta, ¿entendido? Me decido a sacar la cartera, elijo los billetes pero en un arranque saco todo el contenido y se lo tiendo, tarjetas incluidas, foto de novia incluida, credenciales incluidas, membresías de tiendas especializadas incluidas. Vamos a ver, distingue una a una mis posesiones. De acuerdo, acepto el trato, dice el dentista guardando los billetes y las credenciales en la bolsa frontal de la bata. Lárguese y no vuelva, pero no por eso crea que lo daré de alta, usted está podrido, su boca es una bacteria, usted es una bacteria, el mundo y las cordilleras son también bacterias, Dios, perdóneme que lo diga, es también una bacteria, tal vez ideológica o lingüística, pero la lengua, oh sí, no me vea así, la lengua está en la boca y la boca es mi especialidad, así que no pienso darlos ni a usted ni al mundo y ni siquiera a Dios de alta; todos ustedes tienen cita con su putrefacción, se lo aseguro, y si le duele haga el favor de tomarse un ibuprofeno cada ocho horas.
Alejandro Espinosa Fuentes (Ciudad de México, 1991) Narrador, poeta, traductor y ensayista. Estudió la carrera de Letras Hispánicas en la UNAM de la que se tituló con una tesis sobre el concepto de ironía. Ganó el Premio Nacional de Relato “Sergio Pitol” 2015 y el Premio de Novela “José Revueltas” con la novela Nuestro mismo idioma (Tierra Adentro, 2015).