top of page

JTS

 

Por Alexis Figueroa

 

 

         

          Juan Torres Selman nace en Santiago de Chile, con una pequeña distrofia muscular en su pierna derecha. A los seis años, sus padres –para estimularle al ejercicio- le regalan una bicicleta. En entonces cuando Juan descubre su vocación. Será ciclista. Más bien, El ciclista. Su adolescencia es una prueba de tesón y madurez. Pronto, a los 16 años, y teniendo como faros a Eddy Merckx y Miguel Indurain integra las filas del seleccionado nacional. Alcanza fácilmente el éxito y la fama. Viene el Giro de Francia. Los triunfos de Italia. El tiempo, de éxito en éxito, pasa veloz. Y tras volver de una cita olímpica cargado de medallas de oro, el gobierno le invita a recibir el homenaje de la ciudadanía en el balcón del Palacio Presidencial. A sus 26 años, Juan está en la cima. Contratos con auspiciadores que hacen fila aseguran su futuro. Su esposa, una modelo de alta costura internacional, inaugura su cadena de tiendas de artículos deportivos de lujo. Y entonces, viene el rayo. Sin mediar ninguna investigación o amenaza, Juan revela al mundo que su éxito es un fraude. Se ha levantado gracias al consumo constante de sustancias ilícitas. Se trata de un dopaje camuflado hábilmente con ayuda de un aún más hábil bioquímico, de manera que logra pasar desapercibido en los más arduos controles de la especialidad. El público muestra su consternación. Hay opiniones divididas. Incluso un sector se muestra renuente a las afirmaciones. Se habla de esquizofrenia, locura. Entonces, otra noticia termina por confirmar el derrumbe: Juan Torres, agrede a su mujer, golpeándola con saña evidente. Viene un juicio corto – su esposa no presenta cargos, pero tramita el divorcio- y una sentencia breve. Tras dos años, sale de la penitenciaría. Desde entonces se le pierde el rastro. Nadie sabe nada de él. Y sin embargo, de pronto, aparece un artículo en el diario. Un connotado periodista del ámbito deportivo, relata su encuentro fortuito con Torres. Una tarde, vuelve a casa a eso de las 6, dice, cuando circulando en su auto bajo uno de los puentes de la autopista que cruza la periferia norte de la capital, descubre una figura conocida. Baja la velocidad, y se acerca intrigado. Un hombre escarba en la basura, al lado de un pilar de concreto, con un palo. El periodista, logra hacer un giro, e instalarse en una pista secundaria, que permite la deriva a un estacionamiento precario. Estaciona, baja del auto. Se dirige al hombre y la basura. Al mirarlo, confirma sus sospechas. Es él. Intenta saludar, preguntarle, establecer algún momento de comunicación. Pero no logra nada. Vislumbra sobre el pecho, en la entreabierta y zarrapastrosa camisa, tres, cuatro collarines tricolores, de tela. Son las cintas de las preseas olímpicas ganadas por nuestro ciclista, aunque de las medallas no hay huella. Finalmente el periodista, tras un obstinado mutismo y a la vez perseguido por un par de ojos fijos, protuberantes y estrábicos, abandona el lugar. Al día siguiente lo busca, junto a un fotógrafo, ansioso de la nota nostálgica y espectacular. Pero no hay nadie. Pasa el tiempo, uno, dos años. Una tarde del mes de septiembre, cuando recién se acallan los ecos de las celebraciones patrias, un hombre en harapos es encontrado reventado en el piso del estacionamiento de la Torre Milenio, en el centro de la capital. Es Juan Torres. Su trágica vida ha llegado al final. Investigaciones documentan el hecho. La filmación de una cámara de vigilancia le muestra en la azotea, solo, encaramándose en el reborde de una cornisa. Pasa el tiempo otra vez: uno, dos años. Y de pronto nuestro periodista recibe una carta. Le comunican que en el banco x, hay una caja de seguridad de la que conforme instrucciones expresas de su contratante, le espera una llave. Intrigado, acude. La seriedad del asunto está fuera de duda. Ya en el banco, se entera. El mandate es Juan Torres, quien ha contratado el servicio 10 años atrás. Tras acudir a firmar los papeles y guardar algo en la caja, nunca más se aparece por la institución. Por medio de una comisión de confianza -tarea dentro de los atributos del banco- Juan Torres solicita que al acercarse el fin del arrendamiento pactado avisen al periodista, y le entreguen la llave Y ahora, el cronista se encuentra en el banco, expectante. Una vez abierta la caja, su imaginación se desborda. Sobre el gris, frio acero del fondo, una especie de libro ¿o álbum? rectangular, aparece semienvuelto en un paño. Conteniéndose, nuestro periodista lo toma y sin abrirlo lo guarda en su maletín. Luego, impasible, saluda a los personeros del banco y sale. Ya en casa – el viaje ha sido eterno, acuciado por la curiosidad-, sentado ante su escritorio, procede. Abre el libro. Es una especie de álbum de dibujos, o una novela ilustrada. Lápiz pasta azul y papel blanco reseco. Lee, mira. Cuando termina, media hora más tarde, se encuentra a lo menos, atónito. El libro es un diario, o una profecía. Una especie de propedéutica o señalamiento vital. Porque en el libro, está dibujada -a partir de su precoz inclusión en la selección nacional- toda la vida de Juan Torres Selman. Allí aparece en el podio de las olimpíadas, allá recibiendo las preseas de oro, allí saludando en el palacio presidencial, allá confesando el dopaje. Y continúan una tras otra, las figuraciones e imágenes. Con estupor, se reconoce a sí mismo en el suceso del puente, acercándose a Torres. Toda la vida de Torres, está allí dibujada. ¿Por quién? Acaso por Torres. Pero no, no tiene como saberlo al momento. Y hay otro asunto aún más intrigante. En los dibujos hay un leve cambio –el único- respecto a la realidad: en el libro no figura la muerte de Torres por precipitación al vacío. En reemplazo aparece un Torres que envuelto en harapos, sentado en un banco al crepúsculo en un parque desierto, saca de un saco de gangocho, una reluciente -a la vez que incongruente- pistola. La apoya en su sien y dispara El álbum termina con una especie de mancha que –diríase- se desliza lentamente hasta que cubre la página. Entonces, tras la sorpresa inicial, nuestro periodista decide saber e investiga. ¿Quién realizó estos dibujos? ¿Qué relación guardan con la vida de Torres? ¿Por qué el final es distinto al final de la vida de Torres? Esas son sus preguntas. Decide actuar, de inmediato. No se trata de una coincidencia ni de un accidente sino –sospecha- de un suceso cósmico. Piensa en al menos tres posibilidades: un infundio de proporciones notables; una obra de arte cuidadosamente planificada y que usa la vida como su material o, simplemente –y esto vuelve el acontecimiento algo aterrador- la evidencia de un quiebre en la sincronía preestablecida de la realidad. Decide como primera medida contactar a la viuda de Torres, que sabe, vive a unas cinco cuadras hacia el lado del río. Como todavía no cae la noche – el sol aún ilumina alargando las sombras desde el horizonte- sale a la calle y camina: avanza por la acera izquierda, siguiendo la larga avenida. Va concentrado en sus pensamientos, preparando su estrategia de presentación. A dos calles se encuentra ante un semáforo en rojo. Espera un momento, cruza. De pronto, se detiene extático en medio de la calle. Un recuerdo, que se cuela lentamente en su conciencia, le revela todo en un instante fugaz. Volverá a casa, a su escritorio, solo tiene que sentarse y escribir. Mañana –o pasado, puesto que a estas horas las grandes rotativas del diario ya han comenzado su marcha- su nombre aparecerá con capitulares en el artículo, y la anécdota y el misterio ya revelado, le proporcionará fama y prestigio. Gira entonces, con el rostro extático y comienza desandar sus pasos en la bocacalle. Y entonces un furgón cargado de verduras lo derriba y le rompe la espina dorsal. Ahora está sobre el asfalto, -los ojos desmesurados, vidriosos-, boqueando. Una mancha roja se amplía lentamente, cubriendo la superficie de todas las cosas. Y él en el centro, está muerto.

 

 

[Texto inédito de Alexis Figueroa]

 

 

Alexis Figueroa Aracena. Nací en Concepción, Chile, en 1956. Estudie Filosofía en la Universidad de Concepción desde el mismo 1973, sin terminar finalmente la licenciatura. Desde ese entonces trabajo  en multitud de oficios, tanto manuales como intelectuales, siendo orfebre durante muchos años. He publicado cuatro libros de poesía: Vírgenes del sol inn cabaret –Premio Casa de las Américas 1986-, libro que tiene a la fecha cuatro reediciones, todas ellas con ligeros cambios respecto a la edición inicial, El laberinto circular y otros poemas (1996), Folclórica.doc (2003, beca del Fondo del Libro del estado chileno) y Finis térrea (2014, beca del Fondo del Libro del estado chileno). Como parte de mi trabajo de investigación cultural he publicado Arte, Danza, Entorno, crónica historiográfica de Calaucán y Texto, imagen, performance, poéticas en desplazamiento medial, entre otros. Como parte de mi trabajo en el ámbito de la narrativa gráfica y el libro ilustrado, he publicado junto al artista visual Claudio Romo, Fragmentos de una Biblioteca transparente ( 2008), Informe Tunguska (2009) y “Lota 1960: la huelga larga del carbón”(2014). Con el mismo Romo, manejamos actualmente la editorial informal especializada en narrativa gráfica Libros de Nébula. El 2015, Austrobórea Editores  publica  una selección de poemas de E. Allan Poe, traducidos por mí. Próximamente aparecerá mi primer libro de cuentos por Ajiaco, en Santiago de Chile y mi traducción de La balada del viejo marinero de S. T. Coleridge, por Das Kapital, también de Santiago.

 

 

 

 

bottom of page