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EL MAL LLEVADO

por Adolfo Macías

    Me acostumbré a luchar por conseguir que la casa no se cayera. Era una casa vieja y desvencijada, pero estaba en rebaja por el anuncio de alerta que había realizado el Instituto Geofísico de las Fuerzas Armadas. Tras la muerte de mi esposa quería salir de la ciudad y decidí comprarla. Estábamos en peligro de erupción. Desde el vecino volcán se elevaba una portentosa columna de humo. Todo dependía del viento. Cuando se dirigía a nuestra zona, la ceniza lo cubría todo con su manto. Incluso los pájaros caían muertos del cielo. Yo no me preocupaba por esto. Puse toldos y paredes de plástico para cubrir mis hortalizas, y empecé a vivir entre el huerto y la casa, cuyas ventanas fueron selladas por los bordes, evitando que ingrese la ceniza desde el exterior en los días malos. La ceniza lo quema todo —los ojos, las plantas, los pulmones—, pero la casa es mía, ¡y por un precio insignificante! Eso era lo que pensaba y debía recordar a cada instante para infundirme algo de ánimo.

     Con todo, la vieja construcción necesitaba reparación permanente. Los toldos se partían, el viento arreciaba. Cuando la acequia se secaba, yo salía al pozo y cargaba el balde de un agua ácida y malsana. ¡Ni qué decir de los animales, que debían dormir alrededor de mi cama y se inquietaban cuando la tierra temblaba! Todo era difícil, imposible. Poco a poco empecé a desesperar, a sentir que luchaba contra una fuerza aciaga, contra un destino irremediable. Luego llegó el invierno. Un invierno fatigoso, interminable. La ceniza acumulada sobre el tejado, con la humedad, se hace muy pesada. Una de las vigas del techo se terminó de partir y el tejado colapsó. Yo traté de sostener la viga por dentro, con varios pingos, puse cacharros para recibir el agua de las goteras, pero un aguacero lo venció todo. Mi desesperación aumentó y seguí luchando, cuando la derrota ya era inevitable. Fue entonces cuando llegaron mis hijos y me llevaron a la ciudad. Durante algunas semanas pernocté en sus casas, pero seguía intranquilo: en mis sueños todavía luchaba contra el volcán y los vientos, contra la lluvia y la ceniza, en una fatídica agonía que nunca terminaba. No podía concentrarme en nada más. Ahora el sol y la tranquilidad de las calles en la ciudad me resultan ajenos. Atender a los clientes del almacén de mi nuera y sonreír con ellos, comentando las frivolidades del día, es inauténtico. No creo en mi sonrisa. Lejos, en el horizonte, el volcán humea y me atrae con su canto crepuscular, como una amante que promete la muerte. Quiero volver.

Adolfo Macías Huerta (Guayaquil 1960). Ganador del Premio Nacional Joaquín Gallegos Lara por su libro de cuentos El Examinador (año 1995), Adolfo Macías ingresa al género de la novela con Laberinto junto al mar (Editorial Planeta, 2001). Su segunda novela, El dios que ríe (Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2007), muestra un ensamble de géneros diversos, hábilmente entrelazados en una trama que oscila entre la fantasía y la realidad, mostrando algunas de sus obsesiones: la presencia de personajes femeninos arrebatadores, el absurdo existencial, el desborde del erotismo y la ironía social. Posteriormente publica La vida oculta (El Conejo, 2009), novela de trama policial y metafísica, con la cual prosigue una fusión formal entre la narrativa, la fotografía y el diseño gráfico. Con su cuarta novela, El grito del hada (Eskeletra, 2010), se hizo nuevamente acreedor al premio Joaquín Gallegos Lara al narrar las peripecias de un grupo de artistas en Quito, durante los años ochenta. Su segundo libro de cuentos, Cabeza de Turco, fue publicado en el año 2011 por Editorial El Antropófago y contiene una colección de relatos relacionados a la magia y la historia de las religiones. Su última novela en publicarse es la comedia titulada Precipicio portátil para damas (Seix Barral, 2014). Pensión Babilonia fue galardonada en el 2013 como mejor novela por el Sistema Nacional de Fondos Concursables del Ministerio de Cultura del Ecuador.

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