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No quiero presentar el libro de Juan; prefiero hablar de él. De Carreño, del que gusta practicar con Malebrán lucha grecorromana completamente ebrios, y siente una especial predilección por el cine y otras aficiones. Una mala tarde de sábado, calurosa, polvorienta, en una calle innombrable de La Pintana o algún campamento parecido, cada uno con una Cristal en la mano, Carreño me dice sin decir cerveza va, que está escribiendo algo así como un Tom Sawyer sudaca. Me cuenta lo que en ese momento era el provisorio argumento de Budnik. Le dije: “Mira culiao, lo tuyo no es un Tom Sawyer, es un Huckleberry Finn. Hucky era pobre, flaite, andaba cagado de hambre”.

 

No le di mayor importancia, más aún cuando después nos emborrachamos escuchando a unos hiphoperos más feos que el poeta Rodrigo Gómez, y yo casi me pierdo en un pasaje del que si salí vivo es porque Dios es grande, aunque Dios no existe. Conclusión: nunca más voy a efectuar tareas culturosas a poblaciones, toda vez que los mismos tipos que van a escuchar declamaciones, después te cogotean a pito de nada.

Tiempo después nos encontramos con Carreño en la Feria del Libro, y chupamos como cosacos, y me dice que sigue escribiendo Tom Sawyer. Lo corrijo nuevamente, y ni me mira. En fin. Lo cierto es que su novela no es ni Tom Sawyer ni Huckle Finn; es algo mucho mayor, algo que más que se escribe, se toca.

 

Budnik está llena de asfalto, cemento, de calles feas, de niños que pierden la inocencia y túneles empresariales. Budnik es, de hecho, un túnel que se pasea a las buenas conciencias, como cuando el broca cochi del texto dice a propósito de los giles del Techo para Chile: “padre Hurtado y la conchetumadre”. Budnik es una novela flaite, no lumpen, porque el lumpen es un abstracto, y los flaites, en cambio, te tajean. Son muy reales. Demasiado humanos.

En otra ocasión, después de la Feria del Libro, Carreño me invitó a almorzar con Daniel Rojas Pachas a su casa, y nos recagamos de la risa pelando a medio mundo, y me cuenta que le robaron la bicicleta a él o a la Fa, y también a Pablo Simonetti; aclaré que a este último le robaron la bici, pero los flaites la devolvieron porque no tenía sillín.

 

Si hay que ponerse serio, puedo decir que esta novela tiene una intensidad singular, que me recuerda ciertos pasajes de narradores chilenos semiolvidados: Méndez Carrasco, Gómez Morel, Luis Cornejo. Creo que Juan cuenta en esta novela no su historia, de hecho no lo es, sino que se hace cargo de cierto amor por la ciudad, sus calles, las esquinas, el vagabundeo anticapitalista, esa soledad adolescente e infantil que muchos padecimos.

Me pregunto, a propósito de lo anterior, cómo fue Juan en el liceo, me gustaría saber qué mierdas escribía en el cuaderno de matemáticas durante la clase, cuantas minas se le acercaban para sólo robarle un falso piropo. Creo que Budnik algo nos dice de este Juan del que nadie sabe nada; porque un día apareció con un formidable poemario entre las verijas, y se adueñó del triste fundo que es la poesía chilena, y eso que no es gay, mujer, mapuche, y todas esas putas minorías que hablan desde el llanterío, pero desde la cátedra, con becas a Estados Unidos y adelantos editoriales nada despreciables. Creo que Juan estaría de acuerdo conmigo. Y eso es Budnik, un escupitajo a la cátedra, al mariconerío escritural.

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