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Ashle Ozuljevic​

[Uyuni. Marzo 7

 

 

Policías y ladrones

 

 

 

 

En varios países alrededor del mundo existe un juego infantil grupal llamado ‘policías y ladrones’ en que dos bandos se enfrentan; No vale la pena entrar en detalles.

 

En varios países alrededor del mundo –tal vez en mismo número o en uno superior- existe un proceder adulto de inexistente esparcimiento, en que ambos bandos son, a la vez, lo uno y lo otro. El ejercicio sostenido y extendido de esta conducta produce transformaciones sociales, sicológicas y físicas, siendo éstas últimas visibles sólo a la luz de la luna llena, bajo un manto de lluvia. No vale la pena. 

 

 

Llevábamos trece noches durmiendo en la misma cama, y doce días viajando en el mismo asiento. Habíamos atravesado más de veinte asentamientos humanos de diversos tamaños y nos habíamos querido, perdido y encontrado en varias oportunidades y lugares.

 

Habíamos conocido el sitio exacto donde no mataron a Ernesto Guevara. Habíamos pisado parte de la tierra que no estaba prometida a Mahoma ni a Buda. Habíamos conseguido flores que no coronarían a ninguna reina, que no formarían ningún ramo de ninguna novia, flores que nadie dejaría en ninguna de nuestras tumbas. Todo en Sorata.

 

Sorata es un pueblo pequeño ubicado a tres horas de La Paz, te dicen. Pero tardas cinco en verlo aparecer entre las montañas, después de traspasar otros poblados puestos ahí sólo para tu angustia. Se llega a través de una vía fangosa que en días azarosos se desprende abismo abajo, desapareciendo. Hay que cantarle horas a las estrellas, de espalda al sur, para que el camino vuelva a aparecer. Hay que atar a las vacas que recorren solitarias esos kilómetros, para que no se despeñasquen. Hay que informarles a las mamitas. Hay que convidarlas a almorzar.

 

Nosotros llegamos en un camión conducido por un hombre que era conducido por una chola. Llegamos entre las reprimendas de la mujer a su marido, mirando boquiabiertos los mil catorce verdes que rodean a Sorata. Ese es su número exacto según nuestro estricto conteo. Ni bien llegamos, conocimos la mitad del pueblo. Nos hospedamos en un mirador. De vecino teníamos un mono. Compramos pan y grotescos discos de chocolate y grasa, el lujo de algunos días.

 

Cuando salí de la ducha, él no estaba. Había salido a conseguir flores para ningún florero. Fue esa noche que el mismo dueño del hostel se las vendió. El tamaño mínimo de la transacción era de cien bolivianos. 30 gramos. A la mañana siguiente, junto al té del desayuno, un cigarrillo destripado y vuelvo a colmar, corría entre nuestros dedos.

 

Esa tarde nos costó años separarnos. Entre las seis cuerdas de su viola y el lente de mi cámara, había adioses y letargos. La repentina imagen de una guerra ocurrida allí circularmente desde hacía miles de años nos aturdía. Dioses contra dioses. Dioses contra indígenas. Indígenas contra españoles... No nos cansábamos de mirar esas imágenes soñadas de centauros criollos; de oír, no nos cansábamos, los gritos de lucha y los cascos de los caballos. Iba oscureciendo y los mil catorce verdes ocupaban alternadamente y a la vez, los alrededores de Sorata. Salimos cada uno por nuestra cuenta durante horas y, solos, nos encontramos en la plaza central.

 

La mañana siguiente comenzó con trompetas y cacerolazos, un barullo festivo que, sin embargo, anunciaba Cabildo en el pueblo. Porque sí, hay lugares en este mundo en que aún se celebran cabildos. Lugares en que la ceremonia del cabildo implica que los caminos que conducen a tal lugar sean cerrados para impedir el ingreso o la salida de cualquier ser humano. Así, los confines de Sorata estaban clausurados para nosotros, y la lluvia comenzaba al mediodía a mojar la ropa lavada minutos antes, cuando el cielo estaba de un azul impoluto que ninguna nube se atrevía a profanar.

 

Deberíamos haber deshojado las flores esa tarde o esa noche. Deberíamos haberlas cenado, deberíamos haberlas bebido. Deberíamos haber fumado esas flores esa madrugada, allí, en Sorata. Deberíamos habérselas obsequiado al mono de la casa vecina, deberíamos haberlas quemado en sacrificio a los indios caídos hace siglos y a los que, después de nuestra muerte y la de nuestros nietos, seguirán cayendo ahí. Pero no lo hicimos.

 

Salimos de Sorata en una combi. Sentados en los últimos dos asientos, deshicimos el camino que días antes, cuando éramos jóvenes, habíamos hecho. Llegamos a La Paz y ocurrió allí de noche el episodio del hospital. Pero no vale la pena hablar de ello ahora. Fuimos luego a Oruro, y más tarde a Potosí, donde tocamos, donde nos introdujimos al Ojo de Inca, donde nos enojamos y nos perdimos y nos volvimos a encontrar y nos quisimos otra vez. Desde ahí partimos, o quisimos partir, más al sur, hacia el salar más grande del mundo. Hacia los doce mil kilómetros cuadrados de cloruro de sodio.

 

No sabíamos la noche anterior que esa sería la última. Esa vez, y sólo esa, no nos despedimos para siempre. Habíamos planeado darnos un par de días más de vida, camino a Uyuni. Nos subimos al bus, dando por sentado que parte de nuestro equipaje se perdería en algún punto del trayecto, pues dudosamente algo sobreviviría atado al techo del coche por las débiles sogas que el mismo chofer ligaba. Por algún misterioso motivo yo había decidido, en Potosí, volver a mi abstinencia narcótica de años, y así me encontraba, totalmente lúcida, sentada en ese asiento junto a él. No bastó mi lucidez. A mitad de camino, a mitad de carretera, a mitad de noche, dos policías se treparon al bus. Pedían a cada pasajero el documento, pero a nosotros nos pidieron además la bolsa y el rostro.

 

Yo me estaba riendo de un coreano que les alcanzaba el pasaje cuando me di cuenta de todo. Pero en realidad no me daba cuenta de nada. Me pidió el documento de identificación y antes de que se lo entregara, el policía le pedía a mi compañero su equipaje de mano. Intercepté la petición con mi mochila, pero la rechazó. Obstruí esos cincuenta centímetros entre ambos hombres con nuestra bolsa llena de frutas y galletitas, pero la rechazó. Le dije que me revisara, pero me rechazó. La mano morena y los ojos negros del poli querían eso que tenía mi compañero. Lo querían a él. Le oían los agitados latidos del corazón. Le olían la angustia. Olfateaban el temblor de sus párpados. Están facultados a eso aquellos que han ejercido sostenidamente la conducta dual de vigilante y de chorro. Eso les concede su mutación.

 

Las palabras ya no las recuerdo. Cada cual tenía su identificación de cada país, pero no hubo preguntas, sólo la orden de descender a tierra. Asumieron que íbamos juntos, que éramos pareja –como dijeron más tarde- y que ambos estábamos de acuerdo en todo aquello. Bajaron nuestras mochilas desde el techo del bus mientras cada ventanilla de la máquina estaba ocupada por un rostro desconocido e indiscreto que miraba nuestras leñadoras escocesas casi idénticas y nuestras caras blancas, mantenerse de pie en medio del frío. Comenzaron a abrir nuestro equipaje, nos separaron y nos interrogaron. Dieron al bus permiso de irse sin nosotros. Todo ocurría bajo el cielo negro del camino que une Potosí y Uyuni. Él dice que dijo que yo no estaba involucrada, que yo no había puesto un peso en esa compra, que yo. Yo dije revísenme, segura del exclusivo olor a suciedad de todas mis pertenencias, segura de que nada había adentro de mis cosas.

 

Fueron sacando uno a uno cada objeto que poseíamos. Los fueron poniendo sobre la tierra reseca, al borde del camino. Por cada objeto manipulado, yo dejaba escapar un gritito. Cuando sacaron mi cámara, ubicando el lente contra el suelo, sentí cómo comenzaba a subirme el calor por las yemas de los dedos. Mi compañero me decía palabras para calmarme, pero a mí la voz me salía a borbotones de los labios. La única policía mujer de entre los cuatro varones me revisó el cuerpo y me mandó a callar, informándome que me encontraba –forzadamente- detenida. Comenzaba a llover finito sobre la tierra reseca. La luna estaba a un milímetro de colmarse. Nos ordenaron rehacer nuestras mochilas, nos esposaron el uno al otro. Mientras nos subían a la parte trasera de la camioneta policial, vimos los destellos de unos rostros monstruosos como jamás habíamos visto. No volvimos a hablar de eso mientras estuvimos con vida.

 

Oíamos, sentados arriba de una llanta de repuesto, mano con mano, hombro con hombro, leñadora con leñadora, cómo bromeaban, cómo se reían los policías. Sentíamos la aceleración del vehículo y chocaban nuestras cabezas entre sí o contra el vidrio trasero ante las bruscas frenadas de la camioneta que, a través de la lluvia desatada, se abría paso para llevarnos al cuartel.

 

Al llegar nos leyeron unos papeles y nos obligaron a firmar otros, sin permitirnos examinarlos. Nos interrogaron. Obligaron a mi compañero a tocar su guitarra. Nos preguntaron motivos, fechas, lugares, ocupaciones. Nos amenazaron con la privación de nuestras libertades. Nos escoltaron hasta el baño. Nos dijeron que vendría el fiscal a darnos nuestro castigo. Nos hablaron de penas altísimas, de nuevas leyes contra el tráfico. Nos acusaron de narcotráfico. Nos acusaron de no colaborar. Nos acusaron de tener las manos unidas, de tener la voz baja, de no responder, de no conocer la palabra arrepentimiento, de no querer a nuestras madres, de utilizar métodos poco doctos para crear arte, de vendernos al mercado, de poseer cientos de alias, de golpear a nuestras maestras, de respirar muy quedos, de no oler el verdadero aroma del altiplano invernal, de engalanarnos con sus flores, de meternos tierra entre las uñas, de ser muy confiados, de haber conocido a muchas personas, de no haber amado a ninguna, de no creer en Inti ni en la Pacha.

 

Pudimos, entre todo el caos, conversar entre nosotros. Pedirnos favores. Hacernos promesas. Mi compañero me pedía no hablar, no decir una palabra más. No replicarle nada a ningún funcionario. Suavizar el tono de mi voz. Él mismo, actor innato, lo hacía a la perfección, mientras yo, cumpliéndole de algún modo el deseo, no volví a abrir la boca sino hasta que llegó el tan esperado fiscal.

 

Arribó mientras mi compañero se encontraba, bajo vigilancia, en el baño. Alcanzó, en mi soledad, a preguntarme si el chico y yo éramos pareja. Lo desmentí completamente. Luego, efectuó las mismas preguntas que nos venían haciendo desde hacía horas. Clareaba fuera de ese sitio, pero adentro todo era noche y luz artificial. Paralela a su amabilidad de quien duerme cada noche en casa, se encontraba la poli interrogando como quien acribilla. Nos amenazó con descubrir nuestro real oficio de traficantes de estupefacientes, deduciendo de un segundo a otro que nos encontrábamos en Bolivia por haber huido de las respectivas policías de nuestros países. La baba se le caía por la comisura de los labios; los ojos, totalmente amarillos contra su piel morena, despedían imperceptibles fulgores que podíamos mirar sólo cuando acercaba su rostro a los nuestros.

 

El fiscal, contrario a lo que habían señalado anteriormente todos los policías, subrayó el poco gramaje que nos encontraron encima, resaltó nuestro obvio motor turístico y nos mandó a casa. Al enterarse de que no teníamos, a esa hora, dónde ir, nos permitió pasar la noche entre sus cabos y demás suboficiales.

 

Esa noche quedará para siempre como la noche en que –atravesada por dolores intestinales- miraba, desde una litera angosta, como A, mi compañero –alias Odiseo, alias Dante, alias Jerome, alias Milan, alias Julio, alias Nicanor- se debatía entre el sueño y la vigilia, entre la vida y la muerte, sobre un colchón en el suelo.

 

Amanecería para nosotros, doloridos y envejecidos, otra vez en Potosí. Veríamos la luz del sol desde la zanja de una calle desconocida. Deshechos contra el asfalto, con hambre, con sed y sin dinero. Pero antes de eso, deberíamos aprender la lección de los seres dobles que nos habían apresado.

 

Nos hicieron fotos dignas del peor criminal. Trasnochados, sosteniendo en placas nuestros números identificatorios, nos dispararon el flash enceguecedor de la justicia. Nos llamaron por separado para aconsejarnos dejar las drogas, los alimentos transgénicos y las carnes saturadas en grasa. Me llamó uno, en solitario, para interrogarme sobre asuntos personales no pertinentes, para decirme que me había hallado, minutos antes, en el infinito mundo virtual, para pedirme perdón excusándose en su trabajo, para intentar lo que jamás lograría, para abusar un poco más de su poder. Entonces hicieron entrar a mi compañero para devolvernos nuestro equipaje. Alguien cerró la puerta mientras lo hacíamos. Alguien nos confinó a la poli mujer, al acosador, al que nos había amenazado con la cárcel y a nosotros, en esa pequeña oficina calurosa. Una vez que chequeamos que a ambos nos faltaban pertenencias que no reclamaríamos, los policías, rodeándonos, comenzaron la última maniobra.

 

Nos pedían la cantidad exacta de dinero que portábamos en nuestras violadas mochilas. Buscamos rehusarnos, nos desadormecimos, levantamos la voz, mientras a nuestro alrededor eran tres los entes que balbuceaban en lenguas indocumentadas. El rostro de cada uno se transmutaba en una infinidad de semblantes, mientras a nuestros pies iban cayendo rostros que al tocar el piso se deshacían en arena. Las voces, a su vez trocadas con cada nueva fisonomía, aumentaban su volumen logrando una agudeza que nos ensordecía y nos mareaba. Las caras zoomórficas habían dado paso a seres inimaginables, indescriptibles, y el aullido que flotaba en la habitación hacía que apestara el aire, que se deshicieran nuestras ropas.

 

Aceptamos pagar el precio que ellos estipulaban.

 

Salimos a la calle extraña y nos desplomamos ni bien dimos vuelta a una esquina, quedando a salvo de los cientos de ojos que había en ese cuartel.

 

Esa tarde, ante la pobreza y la consecuente imposibilidad de continuar el viaje, nos despedimos.

 

Sólo nos quedaban nuestra piel y nuestra saliva. Nos besamos impúdicamente afuera de una iglesia íntegramente empedrada. Nos regalamos palabras dichas y palabras impresas. Cada uno se fue a un punto cardinal opuesto.

 

Aún guardo el papel garabateado que me obsequiara, y sueño aún, en las noches de lluvia, con esos infinitos rostros que nos rodearon en medio de la tormenta de arena que a la vez provocaron. Oigo en este segundo los chillidos. Sólo el papel garabateado afuera de esa iglesia empedrada, ahuyenta el frenesí.

Ashle Ozuljevic Subaique (Santiago de Chile, 1986) Licenciada en Lengua y Literatura hispánica, por la Universidad de Chile y Magíster en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de La Serena. Escribe cuentos -a sabiendas de aquello- desde la adolescencia y participa en Concursos literarios desde los 10 años, edad a la que obtuvo su primer galardón en una entidad actualmente inexistente. Luego vendría una seguidilla de diversos heterónimos premiados por Revista Grifo (Universidad Diego Portales); Diario El Día – Universidad del Mar (IV región); Casa Cultural La Covacha (V región) y Concurso Literario Alfonso Alcalde (VIII región) entre otros, figurando cuentos y poemas de su autoría en libros compilatorios, series poéticas de circulación electrónica y revistas literarias. Es autora de Vidas robadas (La Serena, 2012), Anteojos de sal (La Serena, 2014) y El silencio final (Buenos Aires, 2015). Tres es su primer libro de poemas. Parte de su obra ha sido recogida en diversas publicaciones tanto en Chile como en Argentina, países en los que ha obtenido distinciones. Actualmente dicta Talleres literarios de acceso libre y gratuito para la comunidad de la IV región y –en un brusco cambio respecto de su propio eje- Talleres de yoga para niños. Mantiene, sin embargo, intacto el sueño frustrado de ser bailarina de nugaili y tripulante de aeronaves. Insomne e impaciente, las pecas no la dejan en paz.

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