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Una Tarde X

Por Gonzalo Vilo

 

 

        Con el Julián, estábamos sentados sobre un par de piedras, de aquel lote vacío que quedaba al lado del canal, justo donde ahora hay una iglesia evangélica. Ese día, le habíamos fumado toda la cajetilla de derby a mi vieja y mi amigo seguía enrollando el papelillo del lucazo de paragua, que siempre le comprábamos al Costa afuera del colegio. Yo miraba por arriba del portón, por si pasaban los pacos, pero no se veían más que autos a la carrera y señoras con coches y bolsas llenas de verduras o de pan, así que volteé tranquilo hacia donde estaba a mi amigo.

 

- No anda nadie –le dije –. Hácelo luego.

 

El Julián lamió los últimos bordes del papelillo y después sacó su encendedor. Cubrió el fuego con su mano y le dio una profunda piteada al caño. Cuando votó el aire, tosió un poco y me lo entregó.

 

- Dale –me dijo.

 

        Tomé el encendedor y el caño y lo prendí. Voté el aire en silencio y miré a mi amigo para devolvérselo. Él estiró su mano, impaciente. Sin embargo, justo cuando sus dedos iban a tomar el papelillo, de la nada apareció aquella cosa chica, negra y fea, que nos lo quitó de un mordisco. Con el Julián lo perseguimos y lo acorralamos, pero él no nos dejaba acercarnos, gruñéndonos enrabiado. Después, volvió a huir y al llegar al canal, dejó caer el caño, el cual se perdió de inmediato en las profundidades de aquel fétido torrente.

 

- Perro conchetumare –gritó el Julián.

 

Yo le di una patada y el perro chico salió aullando entre la maleza y los escombros. Después, se escondió detrás de una bolsa de basura.

 

        Con resignación, nos volvimos a sentar. Volados a medias, el Julián seguía puteando al perro, mientras le tiraba piedras. Yo, que ya no estaba enojado, vi que el animal salía con timidez de su escondite y volvía a acercarse. Busqué en mi mochila un pedazo de pan para dárselo, pero mi amigo me tomó del brazo.

 

- Espérate –me dijo–. Hay algo que quiero hacer.

 

        Se levantó y llamó al perrito. Con un gesto de su mano me pidió que le pasara el pedazo de pan y yo se lo di al tiro, sin imaginarme nada. Él lo llamó de nuevo y el quiltro, dudoso por los piedrazos de hace un rato, se acercó a él con lentitud. Mi amigo le mostró el pan y lo volvió a llamar. Esta vez, el animal pareció más entusiasmado y comenzó a mover la cola, pero seguía muy lejos de nosotros.

 

- Ven poh, hueón –le gritó mi amigo.

 

        Yo, a todo esto, seguía sentado y observaba al perro y al Julián, riéndome de este último al ver que no le hacían caso. Enojado, mi amigo me hizo callar, y luego se jugó la última carta, dejando caer el pedazo de pan a pocos centímetros de donde él estaba. Con ternura, volvió a llamar al animal y, éste, ya confiado, fue hasta él, sospechando apenas lo que le esperaba.

 

        Sin perder un instante, mi amigo lo tomó con ambas manos y con fuerza lo aferró a su pecho. El feo perrito negro aulló e intentó zafarse, pero ya era tarde.

 

- No seai malo, hueón –le dije al Julián– ¡Déjalo, hueón!

 

Mi amigo, sin embargo, lo retorcía, y le pegaba en la cabeza con su mano abierta.

 

- Perro conchetumare –le gritaba–. ¿No te gustó hueár?

 

        Caminó un poco más allá y tomó un alambre del suelo. Yo me levanté y lo seguí con la mirada. Tenía un mal presentimiento sobre lo que iba a hacer.

 

- Hueón –volví a gritarle al Julián–. Déjalo, hueón, si mañana le compro otro al Costa.

 

        Pero mi amigo no pareció escucharme y posó al pequeño animal sobre una gran piedra. Después, dobló el alambre y lo enrolló a través de su cuello, para luego, con un fuerte y decidido movimiento de su mano, comenzar a ahorcarlo. El perro pataleaba y aullaba sin poder hacer nada para defenderse. Estaba desesperado.

 

        Comencé a correr hacia ellos. Me latía el corazón a mil y un fuerte nudo se había formado en mi estómago, endureciéndolo. Al llegar, le di un empujón al Julián y mi amigo cayó al suelo, permaneciendo en el piso algunos instantes, como si hubiese recibido un disparo. Yo apenas me fijé en él y fui de inmediato hacia donde estaba el perro. Lamentablemente, cuando lo tomé, este ya no se movía, así que retrocedí asustado, sin saber qué mierda hacer.

 

- ¿Qué chucha hiciste, ahueonao? –le grité al Julián, que ya se levantaba.

 

- Te poni hueón.

 

        Mi amigo no dijo nada. Sólo sacudió un poco su uniforme y se acercó al perro, volviéndolo a tomar entre sus brazos. Después, comenzó a caminar en silencio por entre la maleza, hasta doblar por donde se juntaban varios escombros y basura. Allí lo vi tirar al animal.

 

        Me acerqué corriendo hacia él. Tenía ganas de gritarle unas cuantas chuchadas, pero un olor nauseabundo me dejó mudo.

 

        Me tapé la nariz y miré a mí alrededor. Por todas partes veía bultos oscuros e inmóviles. Le puse atención a uno en especial: era un gato gordo y estaba tirado sobre unas piedras. Se encontraba en evidente estado de descomposición.

 

- El viernes, ese gato culiao me botó la botella de vino –me confesó el Julián–. Estuve dos horas tratando de pillarlo.

 

Lo miré extrañado, sin saber qué decir.

 

- Mira la paloma que está allá –me dijo, apuntando hacia un rincón lleno de basura–. El sábado, me cagó la polera cuando venía por aquí cerca. Le hice una trampa con una caja de cartón y una pita y le fui tirando migas de pan, hasta que bajó a comérselas… Después, le corté la cabeza con la cortaplumas… saltó cualquier chocolate… jajaja.

 

        Sentí que iba a vomitar, así que giré y comencé a caminar para salir luego de aquel agujero. El Julián me seguía hablando, pero yo ya no le hacía caso. Detrás de mí, quedaban las sombras de una docena de cuerpos fétidos, de cuyas muertes no quería saber ya nada más.

 

        En la calle me despedí. Él se quedó en el paradero esperando su micro y yo crucé hasta la avenida Gabriela, donde estaba mi casa. Él me hablaba, pero yo ni siquiera quise voltear hacia atrás, y allí se quedó, hablando solo.

 

Obviamente, nunca más le volví a hablar.

 

 

 

 

 

 

Gonzalo Vilo. Nací el 5 de febrero de 1980 en la ciudad de Coquimbo. Viví desde los 4 hasta los 17 años en Santiago  centro y luego en Puente Alto. Me trasladé con mi familia de vuelta a Coquimbo y estudié traducción y pedagogía en inglés en la Universidad de La Serena. Trabajo desde el 2011 como profesor de inglés para la comuna de La Higuera. Desde el 2013 soy el editor de la revista cultural y de arte independiente Experimental Lunch, la cual formé junto a un amigo. El año 2014 publiqué en Ediciones la Polla Literaria, Dark Side, libro de cuentos de mi autoría, el cual se encuentra agotado, ahora estoy esperando poder publicar la segunda edición.

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