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Contra el reduccionismo

 

Por Carlos Henrickson

 

 

         Una de las capitales de la ridiculez en la historia de la cultura es la gigantesca metrópoli de las disputas literarias. Esto, ya que jamás ha faltado quien quiera generar un acuerdo -desde una supuesta evidencia del gusto o desde la sofisticada álgebra académica- con respecto a algo que se rebela a dejar de ser una práctica más o menos indefinible, ligada íntimamente a la experiencia humana individual y social en su plena diversidad. El hecho de la escritura es, ha sido y será irreductible a la legislación de cualquier corte, y en esto quizás se define su voluntad libertaria en épocas como las nuestras, en que el poder se sabe expresar incluso a nivel de nuestra biología enmascarado como normatividad interior.

 

El tema es el poder, que puede o no significar que el tema es político. A corta distancia, en los ámbitos de nuestra sociabilidad literaria más sencilla, podemos darnos cuenta de esto al examinar el orden o la prestancia de los discursos en una mesa informal cualquiera en que hay más de un escritor sentados; y si nos pusiésemos minuciosos, tendríamos la ocasión de constatar en el uso de un adverbio más o menos en el juicio sobre un colega una toma de posición dentro de un mapa en permanente movimiento, en que lo que se juega es un reconocimiento por lo general momentáneo, casi sólo el golpe de ojos de la mujer más bella de la mesa, cuando no la posibilidad de no cancelar -merecidamente- la parte de la cuenta.

 

Sobre lo último haría falta casi un estudio pormenorizado de psicología transpersonal, que le llaman; pero extraña que en ámbitos más evidentes como el lugar de la escritura en la esfera formal de circulación literaria de los últimos 30 años -en los planos editorial y académico, al menos- no se verbalice claramente la existencia de luchas más de fondo. Sabemos que existen estas luchas que rara vez se expresan en la descalificación directa, sino en mecanismos de visibilidad e invisibilización, dado el traumático miedo al disenso en nuestro país. Esto genera un panorama fragmentado, con espacios estancos cerrados de circulación crítica e incluso de análisis académico, cuya fundamentación es un reduccionismo adoptado deliberada y hasta orgullosamente. Así, se puede plantear cualquier juicio, decir que este es un momento único y fundacional para la poesía nacional, que “la poesía chilena está en ruinas” (Zurita), que la poesía chilena ha sido raptada por la élite académica, que la poesía chilena está hundiéndose en el prosaísmo y el lumpen, que es la cumbre del experimentalismo en la lengua castellana, etc. Frases fáciles de decir, y difíciles de rebatir, dado que cada una de ellas son entendidas desde un arsenal particular de herramientas y procedimientos críticos; cualquier ampliación de perspectiva implicaría un esfuerzo que nadie que esté involucrado en cada uno de los ámbitos de lectura asumiría como serio, si bien ya asumen como hasta admirable la frase suelta. Y nada sería más inconveniente al instante de asumir las apuestas sobre la venta, la recepción universitaria o la consecusión de un concurso estatal que dejar de lado este reduccionismo.

 

Por suerte, hemos aprendido todos a sentarnos en la misma mesa y elegir bien los temas de conversación para terminar concordando en superficie. Así, junto con escribir, hacer crítica y tener responsabilidades eventuales en editar o seleccionar obras en concurso, los literatos chilenos también dominamos el arte del doublethink orwelliano -asumir la verdad de dos tesis contradictorias-, o en vernáculo nacional, hacerse el huevón. Cuando vemos a alguien tomar una perspectiva literaria o crítica firme, no sólo resulta incómodo fuera del espacio formal (el discurso académico o el comentario crítico), sino que por lo general -no siempre- nos damos cuenta de que está intentando hacer su negocio en el espacio informal, esperando nuestro “sí, es cierto” o el matizado “bueno, puede ser, pero en ese sentido es interesante, en todo caso...”, etc. Así, el hábito sistemático del reduccionismo es protegido como una suerte de opción personal, privada, que no discutimos, pero nos damos el lujo de conocer, como los hábitos de consumo de drogas o de preferencia sexual. Esto ha convertido el escenario de la poesía chilena en un espectáculo bufo y ridículo, basado en máscaras de sociabilidad que terminan exotizándose cuando se levanta el telón ante el poco público que aún logra soportar la exposición sobreactuada de los personajes que ocupan el primer plano de la escena. El debate serio sobre el discurso y devenir de la poesía chilena, de nivel cada vez más alto e interesante para quienes lo conocemos, resulta al fin marginalizado por una dimensión espectacular del flujo crítico, llevada a cabo sin ninguna vergüenza incluso por actores respetables en el plano de la creación y estudio literarios. No aparto de esta espectacularización a autores y críticos que han sido arrastrados sin necesariamente querer sacar partido de ella, así como tampoco se puede negar que figuras de real peso, incluso entre los fallecidos, son vedettizados post mortem sin necesidad de leer o sopesar históricamente su aporte real en el terreno de la creación y el estudio literarios. El sistema social de espectáculo hace que la sola exposición unidimensionalice y aplane, reifique, la trayectoria intelectual de cualquiera que se visibilice a cierta altura de su movimiento.

 

La forma simple del reduccionismo se expresa en la afirmación de una verdadera poesía. No es este el momento de tratar a fondo el tema de la relación entre poesía y verdad, lo que de seguro engendraría un absoluto desacuerdo; mas permítase la exposición de al menos tres instancias de fundamentación de la práctica literaria, presentes en la actual escena poética nacional.

 

En primer lugar, pienso en una poética de experiencia personal o social. En lo personal, pienso de inmediato en los libros de Carlos Cardani Parra y en Una mujer sola siempre llama la atención en un pueblo, de Natalia Figueroa, como ejemplos claros; la escritura se sustenta en la puesta en valor de la experiencia como espacio irreductible. En lo social, tenemos un océano, y es desde aquí que cabe pensar en la expresión de formas de vida marginalizadas a distinto nivel -la violencia socioeconómica de los libros de Juan Carreño, la experiencia laboral en La contru de mi alma, de Daniel Tapia, el mapurbe de David Aniñir, las temáticas de género y diversidad sexual, en lo que quisiera destacar la notable obra de Antonio Silva o Menester de Ángela Neira que he leído hace poco-, pensando en este marco las distintas dimensiones de trabajo de lenguaje como soportes expresivos de relativa eficiencia. Sin embargo, ¿podemos suponer en este caso que es la dimensión de su verdad lo que les pone en valor? Si es que se piensa así, se nos abren unas arenas más bien pantanosas: si este precisamente fue durante mucho tiempo el sustento que levantó buena parte de la obra nerudiana, si esto mismo fue usado para elevar a Zurita a la cualidad de intérprete del dolor nacional, ¿implica esto entonces que el decidido enmascaramiento de autores como Enrique Lihn en buena parte de su obra, Paulo de Jolly o Bruno Vidal corresponderían a una esfera absolutamente distinta de valoración? ¿Y no supondría esto entonces varios géneros poéticos distintos? Está claro que en alguna parte del argumento hay un malentendido fundamental: desde esta perspectiva cualquier experimentación concentrada sobre el lenguaje -y el hablante pertenece a este suelo- no sólo resulta un gesto de evasión, sino que se niega su propia calidad de poesía, cargándose el juicio éticamente en el engaño y la falsificación superficial (moda, ñoñez, poesía descomprometida, etc.).

 

Pero, en este sentido, reconocer el trabajo sobre la misma materia del lenguaje sólo como herramienta para la expresión de la experiencia significa por lo menos un gesto de violencia histórica. La investigación concentrada sobre los procedimientos mismos es una fuerza vital dentro del desarrollo literario moderno, y aun así resulta periódicamente negada en cuanto componente fundamental de obra. El ataque virulento sobre cualquier tipo de investigación experimental que lleve a segundo plano una pretensión de contenido puede ser enarbolado en la actualidad por distinguidos académicos y literatos que no se atreverán seguramente a proscribir a Mallarmé o Duchamp, y, en general, toda la vanguardia del siglo XX, de todo estudio y consideración públicos o académicos, o plantear de una vez que la transmutación de la experiencia estética en Rimbaud debería considerarse un juego absurdo y bien probablemente patológico.

 

En los mejores momentos literarios de nuestra historia coinciden ambos acentos sin una querella mayor: la segunda mitad de la década de los 30 es, precisamente, el tiempo en que Chile se pone al día con la vanguardia europea (con un grupo surrealista nacional, nada menos) y, al mismo tiempo, se plantea la necesidad del compromiso político a nivel de contenido; véase, si no, Madre España, de 1936 , en que coexisten sin problemas Huidobro, De Rokha y Neruda. Cuando desde nuestra época, ya acostumbrada a un debate reduccionista, surge la inquietud de cómo se podía tolerar a tales evasores de la realidad, la pregunta debería ser más bien: ¿qué sucedió que hace imposible la coexistencia en pleno derecho?

 

En un instante en que se relee la obra de Gonzalo Millán más allá de un par de secciones del poema La ciudad, en que hasta la experimentación técnica ya se instaló de manera transversal -desde los circuitos literarios oficiales hasta los más marginales-, resultaría absurda la anticuada frase que desde conservadurismos de todo signo desechaban la experimentación formal como una obscenidad patente: Este poema no dice nada. Por suerte la respuesta de la historia literaria fue siempre generar obras que querían no decir nada, afirmando lugar y ciudadanía dentro de la república de las letras: veo el Cuaderno de composición de Martín Gubbins, o la admirable obra de Carlos Cociña, para entender que jamás se trató de que el poema dijese, cuando la mejor poesía más bien sugiere, o hasta indica.

 

Desde esta orilla, he escuchado muchas veces -y hasta yo he buscado una formulación graciosa-, ante un poema que se fundamenta en la efusión emocional o que se hace cuerpo de una denuncia social sin otra pretensión: X llegó tarde 100 años, o bien suponer por la sola elección de perspectiva un desarrollo incompleto de la escritura del autor: le falta.... El gesto, en este caso, asume bien probablemente, la sombra de una formulación opuesta: es que esta es poesía, en un tiempo en que esta se ha hecho una palabra simple ante nuevos horizontes de una escritura, proyectada en el escenario de una utópica conciencia universal de un autor capaz de negarse a sí mismo en una expresión artística que se redime a su vez a sí misma. Como un infierno al revés, cada plataforma superior termina negando a la inferior, estando quizás en la cima un poeta que no escribe y cuya carencia total de trabajo literario lo configura como el supremo artista -que en esta imagen sería también el gran ninguneador.

 

En ambas perspectivas de privilegio -el de la experiencia personal o social y el de la experimentación sobre los procedimientos de escritura-, vemos entonces un análogo orgullo, sólidamente sustentado en respectivos negocios de prestigio, venta, distribución y recepción académica. Hasta se podría pensar en cooperativas colectivas con respecto a temáticas particulares, las cuales terminan reforzándose a través de talleres de literatura creativa y escrituras de tesis, precisamente en la perspectiva en que son más directamente gobernables, concebibles y reductibles dentro de estructuras fijas. En este sentido, la visibilización de temáticas y procedimientos marginalizados desde estructuras normalizadoras como una academia sin horizontes y la escasa y delgadísima crítica de los medios de prensa, termina achatando y delimitando la posibilidad de experiencias reales de lectura, no necesariamente más profundas ni más ligeras, sino que más integrales y menos reductibles.

 

No me refiero acá simplemente a dinámicas de apropiación por parte de poderes determinados ideológicamente; más bien pienso en la negativa coerción sobre una plena apropiación que un lector pudiera sentir ante una pieza literaria -y no dejo de ver acá una de las raíces de nuestra carencia en la formación de lectores en el instante preciso en que corren millones de dólares para planes de fomento en este campo.

 

Pero se me ocurrían tres instancias de fundamentación: la tercera está afincada en la voluntad de los textos, y se refiere a lo lúdico. Cada cierto tiempo se descubre la pólvora en este sentido: Claudio Bertoni ha sido elevado precisamente por privilegiar esto de manera absoluta por sobre cualquier otra posibilidad de valoración de su escritura, pero esto ya lo hemos visto. Ocurrió con la apoteosis de la antipoesía parriana en un momento crítico de nuestra historia literaria, y aun antes, cuando se hizo partir el canon de la poesía chilena sobre la versificación simple y socarrona de Pezoa Véliz sobre la aceptada paternidad hasta los años 20 de nuestro gran modernista Pedro Antonio González. También acá acecha un reduccionismo absolutamente descarado: la carga efectivamente agresiva de Parra ante los “olímpicos” es respondida a menudo por la acusación de facilismo.

 

Pero fijemos mejor los ojos. Leer desde cualquiera de estas instancias de privilegio resulta al fin harto amargo a la hora de concebir una visión más integral de una pieza de escritura o una obra poética. Una buena parte de nuestros poetas ha sido capaz de movilizar variables distintas de escritura sin que por eso alguien pueda acusarlos de inconsistencia: pensemos tan sólo en que Enrique Lihn es mucho más que un articulador sabio de lenguaje, tal como investigaciones como la de Jorge Polanco puede revelarnos: la situación como herramenta de lectura nos muestra que ni la autoconfesión ni el compromiso político están fuera de su concepto creativo. La obra de Juan Luis Martínez, tradicionalmente vista como una concienzuda investigación sobre el lenguaje, bien puede ser considerada como un gran ejercicio lúdico, desde el que salta como una afirmación trascendente una paradójica presencia del autor como figura central cuyas obras particulares son momentos de descentración. Y los intentos de leer a Gabriela Mistral desde la autoconfesión o el testimonio de género se escurren como pez en el agua al encontrarse con una opacidad de lenguaje que rehuye cualquier señal de ingenuidad o apertura fácil.

 

Vale decir, si los valores se estructuran tan diversamente, ante el hecho irreductible de la escritura, es que lo que se nos cuela es una voluntad de verdad. No deja esto de tener cierta fundamentación, desde que el impresionismo en la crítica ha caído bajo el ataque más completo; se supone que es el tiempo de la ciencia literaria, la era del Fondecyt y de los expertos en la comunicación de masas, distribución de bienes culturales, de la gestión cultural. La estructuración de ciencias y disciplinas supone un fondo de verdad como parte esencial de la voluntad artística. La voluntad del investigador debe poner en valor algo que ya el creador ha producido; el editor, el distribuidor y el gestor se comprometen a entregar algo que asume cierta honestidad, que consiste en una oferta dispuesta en relación a la demanda de un público.Es así que nos parece ver un acuerdo tácito sobre la naturaleza de la obra literaria como producto, con su buena o su mala conciencia de tal, que no puede sino insertarse en un intercambio ya dispuesto socialmente.

 

Es inevitable que los que tomamos la máscara del crítico estemos mal que mal, dentro del negocio. Nuestro papel se supone que es reconocer y revelar los valores de las escrituras ofrecidas; no obstante, la crítica, en cuanto forma artística, puede bien darse como expresión de la relatividad radical que parece aguardar al fondo de la creación. Así, es campo de elecciones abiertas; en mi caso, creo que el reconocimiento de los bordes que no calzan en la esfera de intercambio artístico, las resistencias profundas a una voluntad formal de verdad desde una voluntad de creación que esté a la medida de lo irreductible de la experiencia, deberían constituir el objeto primordial de búsqueda del lector de una obra literaria en sentido pleno. En esto, tomo propiamente partido: más acá de la voluntad de contenido, voy por el mensaje íntimo de resistencia, los índices no evidentes del descalce que en sí mismos saben denunciar un estado de cosas que fagocita la posibilidad humana.

 

Me temo que la visión de mundo que fundamenta esto, está lejos de los humanismos modernos, y más cercana a un humanismo posible que se fundamenta en la necesaria creación de nuevos valores en pos de la afirmación de una íntima libertad de vida y creación. Y por riesgosa que resulte esta apuesta en la arena de las artes, la palanca sobre el vacío no puede sino abrir nuevas perspectivas de creación y lectura, íntimamente asociadas al necesario replanteamiento de las condiciones generales de nuestra vida social.

 

 

 

Este es un texto leído en el 3er Seminario de Estudiantes: Degradación y Resistencia: Espacios de la Poesía en el siglo XXI", Instituto de Literatura y Ciencias del Lenguaje, PUCV, el 30 de octubre de 2015.

 

 

 

Carlos Henrickson (Santiago, 1974). Escritor, traductor y ensayista. Ha publicado En tiempos como estos (cuentos), An old blue songbook (poemas; Ed. del Temple, 2006), Despoblados (poemas, Ed, FUGA, 2010), ESPLENDOR (Valparaíso: NARRATIVA PUNTO APARTE, 2011); como crítico, 13 ASALTOS CON LA CHILENA POESÍA (DAS KAPITAL, 2014); y como traductor: HISTORIAS DEL TIEMPO PASADO, DE CHARLES PERRAULT (DAS KAPITAL, 2013). Reside en Valparaíso.

 

 

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