Ciudad Berraca
Por Rodrigo Ramos Bañados
…hace unos meses se instaló cerca de mi casa una pastelería colombiana. Es una locura. Los colores, los sabores, el ingenio. Así aprendí que la repostería chilena es muy mala y muy triste. El chilenito no tiene perdón de Dios. En cambio, los pasteles colombianos... Ay, mamá. El problema es que el azúcar me hace mal, pero no puedo dejar de comer esos dulces que son una bendición de Nuestro Señor Jesucristo. En resumen: me estoy muriendo, necesito que deporten a los colombianos.
Tito Manfred
…lo peor de todo es que en su gran mayoría son gente que cuando les hablas de historia y cultura lo único que saben es papa rellena, arepas y de las farc, hasta yo sé mucho más historia y xultura de su propio país, la realidad es esa, solo algunos son buenas personas. He conocidos a algunos, y esos algunos piensan lo mismo que nosotros, sienten vergüenza de sus compatriotas.
Anónimo.
… Los españoles dicen lo mismo de nosotros los chilenos, nadie se va de su tierra y deja a su familia por gusto solo es por una vida mejor su cultura y manera de solucionas sus cosas claramente son distintas, pero no por eso no podemos decir que no son un aporte recuerda que las fronteras son para los políticos.
Anónimo.
1.
-Pobrecitos los colombianos, los discriminan si son unas tiernas ovejas.
-Colombianos traficantes fuera de Chile.
-Monos colombianos.
Las frases fueron escritas con pintura roja, en las murallas, frente a la fila de extranjeros que culebreaba por las soleadas calles de verano en Antofagasta hasta el edificio, frente a la plaza Colón, a la que también le llamaban la plaza de los gitanos pues estos se bañaban en las dos fuentes casi todo el año a excepción del invierno, aunque era junio el único mes donde se sentía realmente el invierno. Le llamaban, también, la plaza de las palomas y ahora la plaza de los colombianos. Los rayados eran borrados con pintura luego de las denuncias de xenofobia en la prensa. Pronto, en la noche, los rayados aparecían como un terco sarpullido.
En esa sucesión de escritos y borrados se encontraba la ciudad cuando en aquellos días de enero de 2013, arribó la familia Landazuri Castillo, desde el Valle del Cauca, Colombia. Lo importante de estos afrodescendientes es que entre ellos estaba el protagonista de esta historia, un chico de 16 años que venía con la misión de ayudar a su padre en todo lo que éste le solicitara para sobrevivir. Y este apoyo consistiría en cargar sacos; cargar un carretón; cuidar la fruta o quedarse en la casa al cuidado de sus hermanos mientras papá y mamá, vendían las papas rellenas que cocinaban afuera de la casa en una olla negruzca por el efecto del fuego a leña. Ni hablar de estudios pues Jean, nuestro protagonista, había alcanzado hasta lo que denominan en Chile el primero medio, o sea le quedaban en potencia tres cursos o tres años para alcanzar la universidad, algo que como usted ya puede deducir estaba descartado.
El problema para el señor Landazuri, era que el adolescente Jean, de mirada esquiva cuando le hablaba su padre, no tenía entre sus planes desarrollar una vida tan simple ni menos ser lo mismo que su padre, un desplazado por amenaza de muerte que se las arreglaba en cada lugar trabajando en cualquier cosa aunque nada, aclaro, fuera de la ley. Jean guardaba en su interior a un chico ambicioso, comparable a cualquier chico chileno de su edad y esa idea se le iba a encostrar mientras se relacionaba con las chicas y chicos chilenos. Con el paso del tiempo, Jean desarrollaría algo que no a los chicos y chicas le gustaría.
A estas alturas no cometa el error de proyectar a un futuro narco en Jean pues si lo hace usted pasará a las de los anti colombianos que rayaban las paredes de Antofagasta y que también tenían sus razones para hacerlo como explicaremos más adelante; por el contrario piense en Jean, como un muchacho que haría algo extraordinario.
-Chilenos maricones, nos temen.
Fueron los rayados que comenzaron aparecer cuatro años después de la llegada de los Landazuri Castillo.
2.
Cuando nos instalamos en Antofagasta mi padre emitió un suspiró, abrazó fuerte a mi madre y nos dijo que aquí nos quedaríamos hasta quién sabe cuándo. Era el final de una historia que partió en Tumaco, Colombia y con un breve pero intenso cruce por la frontera a pie, al estilo conquistador, de por medio, que a cualquiera lo dejaría congelado como pescado en frigorífico, pero sobrevivimos porque dimos lástima pues a quién no le iba a provocar lástima, presenciar a un hombre negro con una niña de 3 años en sus brazos, casi congelándose en plena frontera entre Chile y Bolivia.
Así fue fácil que nos llevaran.
Gracias a mi hermana –y eso de gracias es algo que se repetiría- estábamos aquí, mirándonos con cara de pescado. Juntos o por separados y eso idea de independencia me la guardaba para mí como las frutas que después le robé a mi padre para regalarlas a una chica que me gustaba; podríamos pasar pellejerías, pero nuestras vidas no estarían en riesgo constante como en Colombia a excepción que lo buscáramos y qué iba a saber yo, en ese momento, lo que sucedería. Nos abrazamos fuerte en medio del garaje oscuro y olor a humedad que nos cobijaría por un tiempo. Mi padre rezó y luego por contagio lloramos; yo fui el último y lo hice pues recordé el temor que nos agarrara la PDI en Arica después de llegar a Chile. La parte más triste de mi vida, en este momento, fue la espera con frío, bajo cero y unas tremendas ganas de vomitar entre Bolivia y Chile, la incertidumbre, la impotencia y el miedo hasta que nos subimos a un camión con patente boliviana que nos botó en Arica como sacos de papa. Lloré. Mi madre, para variar, fue la que más lloró.
Demoramos un día en limpiar el garaje, que estaba lleno de bichos –al final nos íbamos a acostumbrar a convivir con diminutas cucarachas, arañas y hormigas que hacían su ruta sobre las expuesta cañería de pvc que nos daba agua- e hicimos con frazadas regaladas las separaciones. Todo lo que teníamos era regalado; el agua también. Quedamos juntos, apretados: dos camas y un colchón al suelo; nuestros pocos bártulos alrededor. No había conversación privada, pero eso no importaba para nuestros padres pues para ellos éramos parte de su cuerpo y podían decidir lo que quieran con nosotros, hasta matarnos si es que no teníamos futuro –y esa posibilidad no es antojadiza pues una vez la escuché de la boca de mi madre en el contexto de que preferían matarnos ellos a que nos matarnos otros o que nos matásemos consumiendo droga y con dos hijos casi adolescentes en un ambiente de drogas era fácil caer en estas-; mi padre era el que más sonidos del cuerpo emitía. Roncaba como animal. Nos reímos con mi hermano cuando mi padre se pedorriaba y lo hacía seguido. Yo dormiría en el colchón. Luego llegó el televisor, el regalo de un vecino. Era un televisor viejo y pesado, un Panasonic, pero servía para que mi hermana viera dibujos animados y se tranquilizara.
Tiempos después nos regalaron más televisores; algunos venían pegajosos y hasta con polillas en su interior. Los vecinos se compraban televisor LED, y nos daban los viejos. Llegamos a tener tres. A los vecinos les servíamos como basurero de algún modo. Dejaban los televisores afuera de la casa y nadie los robaba. Con mi hermano nos sentábamos frente a estos y nos divertíamos emulando que veíamos cosas entretenidas nos reíamos a carcajadas. Yo llegue a tener 30 televisores en fila en el desierto, ese fue mi récord. En vez de ir a botar las cosas al basural, nos la regalaban pues estábamos más cerca y nos podían servir. Así, en un momento, fuera de la casa acumulamos alrededor de 20 lavadoras y 15 refrigeradores. Las lavadoras y refrigeradores llamaban a más, hasta que un día, pero eso es más adelante la historia de mis padres, mi padre decidió tomarse un terreno y cobrar por cada cachureo que le llegara y le resultó el negocio. No fue tan buena idea, porque al cobrar de un minuto a otro, te comenzabas a ganar el odio de los vecinos.
Veíamos sólo televisión chilena que no entendíamos mucho. Mi madre se moría por ver Caracol TV. No entendía porque extrañaba tanto Colombia, si se quejaba tanto de ésta. Era contradictoria como todos los paisas; había que aferrarse a algo y ese algo podía ser un sueño, donde le aparecían sus padres y hermanos en una maravillosa ciudad que podía ser Cali, Barranquilla o Medellín, una ciudad que abarcaba toda Colombia y donde ella caminaba con la soltura de una bailarina. Cuando despertaba comentaba la imágenes oníricas, a veces se la comentaba a mi padre –que movía la cabeza en señal de negación- y luego de un rato decía, no muy convencida, que había tenido un mal sueño.
Una vez mi madre gastó dos mil pesos, o sea un almuerzo para los cinco, en una cerveza Póker de 500 cc; la tomó con tantas ganas como si adentro estuviera Colombia misma con todo su desorden, con toda su guerra interna y con toda su alegría. Quedó media borracha con ese poco, pues no acostumbraba a beber. Reconoció con desparpajo etílico que éste país era una mierda, no por el país, aclaró, sino por quienes le hacían notar que era una negra, una pobre negra colombiana y vieja, que si fuera joven la tratarían de prostituta y nos pellizcó el rostro y nos preguntó: ¿Tengo cara de prostituta?. El máximo temor de mi madre, si podría catalogarse con ese acento, era regresar a Tumaco y encontrar que todos sus familiares estuvieran muertos y por esa razón se convencía que su destino era aquí y con nosotros, y eso la hacía ver las cosas con más optimismo.
Era desesperante abrir la puerta de la casa y encontrarse con una cachetada de desierto. Tumaco, en cambio, era verde oscuro, de una fastidiosa humedad y con zumbidos de mal agüero. La puerta permanecía entre abierta durante el día para que entrara la luminosidad y espantara a los bichos. Nadie nos robaba porque éramos colombianos.
Antofagasta era una ciudad donde el sol se te adhería como cinta adhesiva hasta que se nublaba y cuando eso sucedía la sensación era la de estar en un frasco con una tapa de algodón. No había árboles ni llovía nunca y cuando llovía, los cerros se desintegraban y se venían abajo como aluviones, decían quienes conocieron la fiereza de la naturaleza en 1991, cuando una serie de aluviones por una lluvia dejaron 92 fallecidos. Había que buscar la sombra de los palos postes y ésta era tan delgada que había que ser igual de delgado para disfrutarla. Las casas estaban encajadas en la arena dando la impresión de una ciudad marciana. El resto era cemento, asfalto y morros de arena.
Una muralla separaba los modernos condominios de abajo, que tenían jardines y hasta piscinas –la idea era crear minis oasis-, con nuestro sector que eran casas que parecían cajas de zapatos entregadas por los gobiernos de turno. A veces algún vecino sacaba una piscina a la calle y los niños se metían. A nosotros no nos invitaban.
Vivíamos en una de esas casas del gobierno que estaba reestructurada entre un garaje que era el patio y la bodega, que era donde estaban las habitaciones, la cocina y todo eso. El baño era pequeño y estaba al fondo del garaje; justo donde comenzaba la bodega que estaba llena de cajas, todas del mismo tamaño. Entre las cajas había espacio para pasillos estrechos donde se podía circular. Por unos costados sacábamos la electricidad del palo de poste. El lugar nos los cedió la iglesia católica y a éste se lo cedió alguien de buen corazón, a quien no conocíamos, pero de igual modo sentíamos un gran agradecimiento; en realidad mis padres sentían un gran agradecimiento por todos quienes lo ayudaban y un rechazo con quienes los discriminaban, no había medias tintas. Nuestra función era cuidar las cajas que había en la bodega no las robaran. Mi madre tenía las llaves.
Ni preguntar lo que había al interior de las cajas.
Los vecinos comenzaron a relacionar las cajas con los negros colombianos, o sea nosotros. Cajas llenas de drogas. Cajas llenas de armas. Cajas con drogas y armas. Cajas con ovoides. Cajas con colombianos adentro.
Una vez se llevaban las cajas y llegaban otras, con colombianos adentro. Calculábamos con mi hermano cuántos colombianos podíamos caber en esas cajas de medio metro por lado. Imaginábamos que cabíamos los dos con mi hermano.
Mi padre era algo así como un Pablo Escobar negro, sin embargo las dudas se respondían por si misma ¿Por qué seguíamos pobres? ¿Cuál era el negocio? Entonces éramos parte de una red de narcotráfico más profunda de lo que podían imaginar. De partida, habíamos desovado todo nuestro cargamento; o sea mulas humanas. Nuestros amigos colombianos no precisamente llegaban a saludarnos y hablar con nuestros padres sobre Colombia, sino que por el contrario; venían a desovar a nuestro garaje.
Definitivamente no era tan malo ser considerado como un narco pues de inmediato generabas temor en el resto y si generabas temor, podrías andar tranquilo por el barrio de los Lula.
3.
Si desea llegar a la casa de los Landazuri en Antofagasta, para entregarle algún tipo de ayuda como azúcar para endulzar su café, leche para los niños, vestuario para el invierno o simplemente dejar una tele vieja, aquí les dejaré las coordenadas de la casa sin antes explicarle el contexto, es decir de qué diablos se trata cuando hablamos de la sobre abundancia y pobreza en la desigual Antofagasta, la autodenominada capital mundial de la minería.
Desde el día en que algunos afortunados habitantes, pocos, de esa urbe del norte de Chile cosecharon abundante en los gloriosos años de la minería privada y donde el PIB de la ciudad de 400 mil habitantes se encumbró hasta alcanzar niveles de ciudades europeas como Praga, las casas de los acomodados de Antofagasta se estrecharan para tanto cachivache y el vertedero de esa urbe que alguna vez fue boliviana, creció con tanta porquería inservible como sillas de autos para niños y así el vertedero logró forma de estadio y en sus flancos surgieron como piezas de Tetris pequeños asentamientos humanos compuestos por ermitaños y sus animales, y luego adhirieron los inmigrantes del sur de Chile, bolivianos y colombianos que arribaron con la ilusión de sacar un filete, por poco que fuera, de la jugosa torta minera. Era llegar e instalarse y vivir de lo que arrojaba el camión del supermercado como yogurt y pollos vencidos. Predominaba un olor a verdura podrida con un dejo ácido final que se te incrustaba en la nariz y te seguía por un buen rato. Los restos de los restos terminaban en los buches de los perros y los jotes carroñeros, quienes eran los últimos de la cadena alimenticia visible. Al final todo terminaba incinerado y las columnas oscuras de humo se veían de toda la ciudad. Con la insistencia del tiempo, la erradicación del feo y maloliente humo se transformó en un pataleo de red social de los vecinos de los condominios. El humo había embarrado los metros cuadrados de su pequeño miami.
El camión aljibe llenaba una vez a la semana los barriles azules de plástico duro de los habitantes de los campamentos. El agua alcanzaba para tres días y el resto de la semana lo solucionaban a como diera lugar aunque no alcanzaba para dramatizar, pues siempre había una manguera que se instalaba en alguna cañería y como cordón umbilical alimentaba de agua casa a casa. Reinaba la solidaridad tipo grafiti de los tres monos: nadie mira, nadie escucha y nadie dice. En consecuencia nadie denunciaba cuando tal persona golpeaba a una mujer o cuando los niños lloraban sospechosamente. Había zonas con rucos armados de calaminas y parchados con cartones o cholguanes, que eran pocas, a las que todos le hacían el quite por el consumo y venta de pasturri, y al mirar esos esperpentos humanos que parecían sacados después de Hiroshima, te preguntabas hasta dónde el cuero podía resistir.
Con el masivo arribo de los colombianos, los chilenos que llegaron del sur a buscar pega en la minería, se unificaron como una pequeña patria para defender de los colombianos el miserable territorio chileno tomado que no era ni de ellos, pues en Chile todo es privado y ese pequeño espacio tenía un dueño que quería puro echarles a los pacos, y con rancia belicosidad de patriota pinochetista hostilizaron a los colombianos que eran menos pero más grandes, hasta echarlos. Estos chilenos que eran castigados socialmente con esa musical y eruptiva palabra, flaite, tuvieron algo a quien lanzarle la mierda depositada sobre sus cabezas por su país.
Los campamentos de los colombianos cada vez fueron escalando hasta llegar al borde del cerro, en terrenos frágiles pues un poco de lluvia provocaría un aluvión, pero esos colombianos de su país por la guerrilla, a pesar de la mala onda, se sentían cómodos entre ellos y seguro porque en Antofagasta era difícil que el punto final para una mala cara fuera un balazo.
Los campamentos apretaron al vertedero hasta el desparramo. A pocos metros de las mediaguas, estaban las poblaciones del gobierno con sus pequeñas y uniformes casas distribuidas en rectángulos que asemejaban nichos de cementerios. Las ventanas miraban hacia el cerro mustio y asoleado que sólo aventuraba un amarillo y marciano horizonte. Antofagasta era una ciudad de horizontes, bastaba seguir desde las rocas donde reventaba el mar a los barcos hasta hacerse puntos en el océano y desparecer en el infinito, y luego pensar en el azar. En esas viviendas vecinas al vertedero vivía la pandilla de Los Lulas y nuestros protagonistas, los Landazuri.
Así, señora y señor, para ayudar a los Landazuri era necesario entrar a una calle de tierra en el sector Alto La Chimba, así se llamaban la suma de casas y el anexo vertedero, y doblar hacia abajo justo donde existe una vulcanización atendida por un negro de Buenaventura, y al que le dicen el negro Buenaventura, que pasa sentado sobre un neumático cuando no tiene pega. Luego seguir por un camino sinuoso, como todas las calles que se tuercen hacia la línea tren que divide la ciudad en dos, los que tienen en los condominios y los que no. Debajo de la línea del tren usted divisará el verdor de los cultivos de verduras en unas pequeñas quintas del tamaño de una cancha de básquetbol, que contrastan con la arena coagulada. Unos metros después del verde, aparecen las altas murallas con telarañas eléctricas en los bordes de los condominios y en adelante se extiende lo mejor de la ciudad hasta la costanera.
A un costado, antes de llegar a la línea del tren, entrará al territorio Lula, donde está ubicada la casa de los Lanzaduri.
Para redondear esta referencia a Los Lulas, se puede decir que ellos odian a quienes presumen del dinero y esto queda claro después que lea (o descifre) esta declaración del autor denominado como Lachimba Pueblo Sin Ley, La kalle: Estos jiles puro que tiran la pela y no saen na komo se vive la vida aka... usteden son puros hijos de papi puro ke los visten sus papa cuicos qlos chupen wiwis ctm…
El riesgo de ser un solidario o en otros palabras, hacer el bien, hacia los Landazuri es encontrarse con uno de estos impredecibles chicos Lula y que éste, portando un revólver en la mano, le exija peaje, o sea que pague por su vida por pasar a la meta solidaria, pero el fin solidario siempre será más noble, siempre, y es mejor que si arriesga un bien tan preciado y precioso como es su vida –nótese lo vida de la vida como un bien de tanto neoliberalismo aplastante y porque desde chiquitito vienes con número- por una buena causa como ir a dejar su refrigerador viejo a los colombianos se ganará el cielo de inmediato, perdón de un balazo.
Rece, quizás el Lula le haga un favor y se adelante su encuentro con el santísimo porque la solidaridad en está en la Biblia que está en algún lugar de su casa y que cuando esté al borde de la muerte comenzará a leerla, de puro cobarde que es.
Sí. Es algo muy, pero muy extraordinario lo del Lula armado surgiendo desde la nada. Ese Lula armado sólo podría habitar en su mente y sería la poderosa justificación para no ir a esos desérticos lugares plagados de malsanos delincuentes y colombianos.
Lo peor sucedería cuando llegue a la casa de los Landazuri y uno de estos lo secuestre, pues a la postre son colombianos y como reza el cartel, son personas impredecibles.
En consecuencia ayudar a los Landazuri es un puto riesgo.
Lo ideal es ser lo más austero posible; o sabe qué señora o señor, mejor quédese en la seguridad de su casa y no vaya a ninguna parte y el refrigerador métaselo en el culo.
[Texto inédito de Rodrigo Ramos Bañados]
Rodrigo Ramos Bañados. (Antofagasta, 1973). Periodista y escritor. Ha publicado las novelas Alto Hospicio (Quimantú, 2009), Pop (Cinosargo, 2010) y Namazu (Narrativa Punto Aparte, 2013). Próximamente lanzará vía Narrativa Punto Aparte, “Pinochet Boy”.