Caracol
Por Cristóbal Gaete
1
Entré y, como siempre sucedía, me mareé en esos pasillos circulares de la galería. Era un caracol de Valparaíso, en cada puerta me llamaba una cabellera rubia artificial para cortarme el pelo. Las caras, las edades, el molde racial podía cambiar, pero no la pregunta ni la cabellera oxigenada. En medio de ellas, los infinitos reflejos rectangulares que separan a los locales y que te devuelven fragmentado. Cada local, más allá de lo nominal, no tenía diferencia alguna; era la conjunción pobre de comercios, el antecedente de los malls; era una hilera en espiral donde el cliente ocasional se perdería y, a menos que estableciera una vinculación -un nombre, un hábito-, no tendría jamás cómo volver o por qué. La mayor parte de las veces que entré pensé que, en un amplio arco de posibilidades, nunca habría acertado a encontrar el mismo lugar. Pero el crecimiento del pelo es una medida de tiempo, así que cíclicamente caía en las tijeras de alguna peluquería, que esta vez tendría para mí un nombre: Daniela, un nombre que me daría una existencia inédita al pronunciar el mío: Juan.
En el momento en que estaba a punto de entrar a un local, un rostro me resultó conocido. Ella había trabajado en un caracol de otra zona, donde llegaba la gente con menos plata. Durante una temporada fui allá, superado por el caos del caracol madre, y me costó dos veces elegir bien. La primera vez, con poca plata en el bolsillo, encontré un corte por tres dólares. El peluquero tomó como modelo algunas cabezas que aparecían en los posters del equipo antiguo de Wanderers. A la salida parecía conscripto envejecido, delincuente atrapado por la policía, trasquilado con saltos de máquina y con pequeños pelones, o exonerado del siquiátrico. Los días siguiente caminé de madrugada, con una parca verde, convertido en el fantasma de una ciudad oscura. La segunda vez entre a Diana´s, donde atendía una señora de pelo rizado. Creo que por eso entré, por oposición al look. En la pantalla corría como caballo desbocado el programa de la Doctora Polo; era la misma velocidad del cine de violencia, la misma opulencia del cine de terror que llenaba salas. La historia transmitida por la televisión era comentada por la peluquera y por alguien más, una peluquera más joven, que leía revistas viejas.
Las revistas viejas de las peluquerías son la muestra de la escritura diacrónica; se repiten una y otra vez los temas sexistas: “Cómo evitar que vea tanta tele”; “Cómo divertirse en el Mundial del 98”. Es el azar de sobrevivir literariamente, sin créditos. Recuerdo que la primera vez que vi una revista erótica -un momento iluminado, un cuerpo moreno saliendo de un lago sin ropa- fue en una peluquería. Mi mamá me llevaba allí, pese a que salía reclamando contra el peluquero, porque a todos les cortaba a ‘lo bacinica’, dejándolos con una callampa sobre la cabeza.
Algo sabía Diana´s: la tercera o cuarta vez que fui estábamos solos y hablamos, como lo hacen sus clientes con sus peluqueros. Había estudiado peluquería en un curso para esposas de uniformados, mientras su marido navegaba por el mar. A finales de los 80 él le había comprado ese local. Era una herencia de la dictadura aquella galería, y quizá eso la hundía lentamente, o más bien sin tiempo, entregada al paciente trabajo del karma. No tenía sentido alguno su abandono, su baja convocatoria, considerando que el comercio que la rodeaba era bastante pujante y que en la arteria central, muy cerca de allí, vendían copias de marca en las aceras. Al principio había en el caracol una liquidadora de revistas y libros, que pronto desaparecería, y por eso el centro comercial solo significaba algo para mí cuando rodeaba el pasillo y llegaba a la zona plana. Su propia estructura invisibilizaba los cambios, hasta que Diana´s desapareció y logré percibirlo. Así había llegado yo a esta otra galería. Y entonces vi a Diana´s, que leía revistas. Me miró, esperando tal vez que la reconociera, y pronto oí la verbalización de mi nombre por la única voz que no había ofrecido peluquería.
2
El corte fue malo, no un desastre, pero malo. Evidentemente la resaca alcanzaba su cerebro, su coordinación y su sentido de la estética. Le pregunté si quería ir a un bar. Me dijo que sí, que mientras podríamos esperar a su novio. Barrió mi cabello del suelo antes de retirarse, ese era el trato. Casi todos los locales tenían un dueño que les prestaba asientos a las peluqueras, a cambio de una fracción del dinero y de que estuvieran cerca de respetar un horario. Al poco rato, ya me había sentado con Daniela en un bar, en el bar del tata. Apenas llegamos sacó un termo y comió, lo que alteraba el escenario en el que viejos y mendigos derramaban cerveza. Daniela era música dentro de una fábrica, hasta que hablaba: siempre decía un garabato. Sentados tomando cerveza, la escuché; su boca no se corregía ni siquiera por estar sola conmigo. Yo había trabajado en la calle y su lenguaje me parecía excesivo, de un feísmo impostado. Eso explicaba que estuviéramos allí, o, más adelante, bajo el parrón del bar Marinero, rodeados de feriantes y policías de Investigaciones, o en la Sociedad protectora, de los que guían caballos al servicio del turismo en Viña del Mar. Entonces Daniela trabajaba también en el mall cortando el pelo. Supongo que ahí medía su lengua.
El novio llegó con un bolso de ambulante, pastillas viagra y decenas de raquetas eléctricas para matar moscas. Probamos el golpe eléctrico con cerveza. Su novio se sentía en su ambiente en este bar que tenía un hoyo para tirar el humo de la pasta base y la marihuana. Después de un rato, Daniela quiso que volviéramos al caracol, en el que los locales ya estaban cerrados. Allí, un peluquero, que decía no vender coca, sino comprarla para que los demás la consumieran, congregaba a sus clientes en un local de comida, al final de un pasillo. Me había cortado el pelo hacía poco, y había encarado su trabajo con tremenda desidia. En esa situación me encontré con una mujer de pésima fama que estaba tiñéndose de rubia, célebre por sus operaciones y por haber hecho una cría con el hijo de un poderoso de Valparaíso. Conversaba y cada tanto me rozaba los brazos con sus pezones, mientras decía que estar en pareja la aburría, que quería hacer tríos. Mientras jalaba, el peluquero contaba que vivía con su madre, por la inseguridad de la ciudad; nunca había podido recuperarse de un asalto. Era de imaginarlo, entrando y saliendo con coca de la casa de la vieja. Me fui, antes de quedar encerrado en esos pasillos circulares, en la concha de un caracol o en su baba hecha polvo.
3
Daniela podría estar encerrada en un caracol, y yo sujeto a sus reglas. Hay solo un caracol distinto, que tiene un cibercafé, locales siempre cerrados y algunos cafés con mujeres, el Hangar del Rey, por ejemplo. Yo entré a esas zonas iluminadas, vi calzones bien metidos en el culo. Existe tolerancia, las chicas abren la puerta, fuman dentro. En la noche cierran la reja y siguen funcionando. Afuera un conserje cafiche y un cuidador de autos hacen la guardia. Si hubiese podido permanecer siempre ahí, con gusto habría pagado.
4
Aquel novio hizo una actividad en el cerro en que vivía, en los extramuros de Viña del Mar. Nada parecido a lo que se veía en la zona plana. Tenía una banda donde tocaba enmascarado; por suerte el recinto era una cancha donde se perdía el ruido y sus gritos. Después de eso, fuimos a su casa. Ahí maniataba a Daniela como si fuera una muñeca a su servicio, una barbie pobre. Estaba también un poeta anarcoprimitivista que tenía una novia a la que no mandaba; siquiera se bañaban. Si la vida del novio apuntaba a la libertad, no había razón para someter así a Daniela. Alguna tensión se incubaba ahí, y bastó un par de meses para activarse.
Un día cualquiera la encontré en mi camino, con unas patas animal print de cebra. Estábamos en el corazón de un barrio popular. Mientras nos abrazábamos se escuchaban silbidos y expresiones intraducibles. Anotó mi teléfono en un papel y desapareció. Andaba con su hija y con un viejo que vi a lo lejos: su casero en el cerro Alegre. No esperaba su llamada, pero cuando mi móvil sonó ya sabía que era ella, pues no muchos números desconocidos llaman. Una hora más tarde estábamos en una gradería frente a un espectáculo de tango, fumando y bebiendo, acompañados por su hija. Después subimos hasta un mirador y seguimos con latas de cerveza. A la niña le dieron ganas de mear y fui donde un amigo, quien me prestó el baño, me retó y me echó. Era tarde: la niña era el reloj que avanzaba a zancadas, si ella se apagaba, lo hacía la noche. Daniela decía que no me podía llevar a casa, que su casero era problemático con los hombres, que ansiaba irse de ahí. Ante la situación, partimos hacia arriba, yo tendría que ser su hermano: Fabio. Subimos.
Si había algo de punk en Daniela era su pieza, un caos deliberado, un sistemático anarquismo. Al rato estábamos sentados frente al casero, que era una copia idéntica de Fogwill. Hace poco leí que había muerto; muerto, el destemplado autor de Help a él ("cógeme, Vera"). Mentira, estaba vivo, en Valparaíso y con la máscara de un talabartero. Como manera de ayudar al emprendimiento, vendía coca a quienes tocaban el timbre. Fogwill y Daniela se turnaban para jalar, y él, a solas conmigo, me decía que era imposible que fuera el hermano de ella, que odiaba que lo jodieran, que me mataría. Daniela cayó por necesidad en esa casa; una vez escindida del novio, arrendó una habitación cerca del caracol, de la que fue expulsada porque un minusválido vomitó en el colchón. El tipo se arrastraba sobre la mezcla expulsada por su estómago para huir de ahí, mientras Daniela permanecía dormida al lado de esa belleza de fluidos. Su novio era de etiqueta al lado de este nuevo amigo. La casera quiso que le pagara el colchón, pero ella huyó. Seguro que mientras compraba una dosis consiguió esta casa y cayó de pie. Fogwill tenía un pequeño hijo de una mujer a la que odiaba. Él le había pagado la educación, luego tuvieron a la cría y al poco tiempo ella se fue, dejándola al cuidado de este mounstro. Daniela se encargaba del niño, que dormía cuando los fantasmas llegaban a la puerta.
A solas, ella monologó sobre su vida: pese a ser pobre tiene un apellido italiano, con el que consiguió una beca en el mejor colegio de Valparaíso; para poder comer en los recreos, hacía cómics que les vendía a sus compañeros. Mientras la escucho, proyecto los destinos de sus compañeros, mucho mejores que el de ella y el mío: deben estar relajadamente avanzando o terminando sus estudios universitarios, manejando autos por la ciudad, carreteando en la Viña del Mar de las postales, con vista al océano, servicio a la mesa, tragos y comida cara. Detengo la proyección en la narración del hito de cargar una bebé antes de terminar aquel colegio. Siento la tentación de inventar el momento en que un tipo eyacula dentro del pálido cuerpo de Daniela y la preña, estableciendo como su destino arrastrar a su propia cría, un día como hoy, en espectáculos de tango, miradores, la pieza caótica. En eso llega un nuevo cliente para Fogwill. ‘Abréme, Rodolfo. Ábreme, Enrique’, dice la voz de afuera, y él se altera pidiéndole que se vaya, que no le venderá nada; después baja la voz diciendo frente a la puerta que odia que lo llamen así, que él es una marca. Debía salir antes de quedar solo otra vez con mi autor favorito. Me levanté, me despedí y caminé a casa.
5
El día siguiente tenía una reunión temprano -a la que llegué tarde-, a solo a un par de cuadras del lugar en que vivía Daniela. Me asomé desde una esquina para ver cómo se veía el lugar: era un local lleno de cueros en su exterior, con aspecto desolado, como si nadie entrara ahí, pese a que esa era la zona de mayor movimiento económico de la ciudad. Todos debían estar dormidos, si es que podían dormir. Al salir de la reunión encontré a Daniela, vestía ropa más corta y ajustada que nunca: una minifalda y una polera animal print con pabilos. Tenía la pintura de los ojos corrida. No estaba con su hija. La miré bajar un par de metros más antes de hablarle, me dijo que tenía un pito y nos sentamos en una angosta escala. Sus pantys estaban rotas y corridas. Dijo que bajaría a plaza Echaurren a encontrarse con un amigo, me invitó a ir con ella y pensé en el caracol, en las situaciones circulares. Me fui hacia otro lado.
Pasé por el caracol varias veces y, en una de esas, salimos a fumar un cigarro. Ella andaba con una bota porque el día que nos encontramos se había torcido el tobillo. Otro día la vi demasiado ocupada cortando el pelo. En un par de ocasiones me llamó al móvil, me contó que había discutido con Fogwill y que le había dicho que pensaba invitar a Fabio. Imaginé a aquel viejo hombre, solo, enroscado sobre sí mismo, desnudo, rodeado de chocolates, con un niño que le pedía distintas cosas, con una voz tan bajita que el eterno insomne no podía oír. Otra vez me dijo que había obtenido una beca para un curso de maquillaje de televisión en Santiago, y que ahora podía ir, que su ex novio jamás la había apoyado o la hubiese dejado partir, como si estuviera encadenada. Después la vi en el barrio del carrete cuando yo andaba buscando algo a que aferrarme, una situación refleja de las pasadas: ella, enfrentando la ciudad con aquella ropa no quería otra cosa, y yo, que no ofrecía ni la belleza ni el encanto que ella buscaba, que solo tenía voluntad. Siquiera saludó al pasar cerca mío junto a algún punk disfrazado.
Estábamos desapareciendo del relato que nos podría unir, una desaparición con ciertos espasmos. La vi trabajando en una peluquería del centro, fuera del caracol. Después, alguien que había escuchado mi historia se cortaría el pelo con ella y la reconocería, y quedaría disconforme con el corte. Una desaparición con ciertos espasmos, la duda en el umbral de una peluquería. La vi otras veces: en los mercados temprano, en otra peluquería. Cada vez que decidí hablarle ya era tarde. En la plaza Victoria tenía el pelo de otro color, sobrio. Me giré para alcanzarla, vi su culo y su leve cojera por la lesión maltratada y me devolví, a la velocidad de un caracol. Sentado en un pasillo de la galería, la vi una vez más: recibía un billete equivalente a 40 dólares de un marino, y sus movimientos denotaron que tenía que cambiar para darle vuelto. El marino esperaba mientras mi pelo caía al suelo enroscado, como un montón de serpientes. Podría caérseme todo el pelo y ella no volvería. Al salir miré hacia abajo, hacia la zona plana al final del caracol: estaba lleno de máquinas de juegos de azar para pobres. Ella no estaba.
Cristóbal Gaete (1983) Ha publicado ficción y no ficción, en la que ha indagado en la memoria social de Valparaíso a partir de prácticas identitarias. Es editor y gestor de Perro de Puerto Ediciones, con 19 títulos a la fecha. En su mismo catálogo, ha rescatado la prosa de Carlos Pezoa Véliz, además de coordinar muestras públicas de fabricación artesanal de libros. Durante el 2011 editó el suplemento de literatura independiente “Grado 0” en el periódico El Ciudadano, para después continuar reseñando libros en el mismo medio. Valpore(2009), fue incluido parcialmente en la antología de narrativa chilena de la revista Punto de Partida(UNAM), número especial para la FIL de Guadalajara, y reeditada en Argentina. A partir de Mercado El Cardonal(2009), se desarrolla el proyecto audiovisual “Portadores de identidad. Los oficios del El Cardonal”, de la productora Sinóptico. Monedas Callejeras(2012), es el marco bibliográfico de “Ambulantes”, montaje en que trabaja la compañía de danza de Balmaceda 1215 V Región