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Fragmento de la novela Budnik de Juan Carreño (Cinosargo 2016)

1.

 

Es que una de las últimas imágenes es estar en el segundo piso del colegio con todos los compañeros tirando aviones de papel. Hicimos tira todos los cuadernos (yo me dejé el de dibujo, el que tiene las hojas completamente blancas), pero a todos nos importaba una mierda, fue como una fiebre que agarró al colegio entero, hombres y mujeres, el de hacer aviones de papel, los más bacanes y perfectos. Sí, algunos se deslizaban en el aire casi en línea recta, la idea era que algún avión saliera de la escuela, que atravesara la multicancha (que estaba inundada) y cruzara el muro con alambre de púas. Teníamos todo el patio tapizado con aviones. Y gritábamos como monos cada vez que uno se deslizaba y alcanzaba un vuelo como para salir del colegio. Fue pal pico, como una revolución. Unos compañeros le pegaron a una profesora. Una de las tías del aseo, que era la mamá de uno de nuestros compañeros, se agarró de las mechas con la inspectora que supuestamente le había pegado a uno de sus hijos. Uno no podía ni subir ni bajar por las escaleras, los más grandes te tiraban pollos verdes en la cabeza si lo hacías. Y no había profesores. A la profe de artes la habíamos hecho llorar durante la última clase. El profe de lenguaje, que era un jipi así como marigüanero y como poeta que se llamaba Renato, no aguantó, salió de la sala y del colegio y no volvió más. El director había llamado a los carabineros y llegó un furgón como con diez Fuerzas Especiales, y ahí sí que todo explotó, por lo menos los de mi curso bajamos y con hartos cabros más (todos con las caras rojas, transpirando, gritando cualquier cosa, el asunto era dar jugo) abrazamos a los pacos y les pedíamos prestados los cascos, las lumas, las pistolas, algunos compañeros incluso preguntaban si tenían los caballos afuera, otros decían que cuando grandes querían ser carabineros pero sobre todo Fuerzas Especiales y gritábamos cosas como ¡queremos libertad!, ¡queremos libertad!, y subíamos a los segundos pisos con ellos, les mostrábamos los aviones de papel, si hasta una compañera, que era la única que tenía un celular con cámara, se sacó fotos con los pacos.             

 

2.

 

Y todo esto me hace recordar cuando mi mamá me llevaba a robar al supermercado. Pasta de dientes, desodorantes, colonias, de todo eso. Lo malo es que de todo de lo que vendía no me daba ni uno a mí. Así que dejé de ayudarla, para siempre. Me fui de la casa y me fui a vivir a un tubo de cemento marca Budnik que hay atrás o adelante de las plantaciones del Antumapu. Vivía solo y dibujaba lo que quería. Era totalmente libre. Y vivía de la basura. O sea, no es que me la comiera, sino que recolectaba lo que la gente iba a botar (sobre todo vecinos de las poblaciones cercanas o angustiados que iban a tirar desperdicios de construcciones, ropa, cachureos, cosas así) y vendía mi mercadería en la feria o, si no, a la chatarrería de la tía Queca, la madrina de todos los desabrigados y malditos, como yo. Por aquel tiempo ya no extrañaba a mi familia y prefería que estuvieran muertos. Pero en fin. Era feliz. Hasta que un día llegó gente a instalar una mediagua del Hogar de Cristo al lado, pero justo al lado, de mi tubo de cemento. Padre Hurtado y la conchetumare, pensé yo. Era un viejo culiao flaco y chico que se pasaba el día tomando cocacola con tapsín y su señora, un guatona con mirada de vaca que de una radio a pilas se las pasaba escuchando casets piratas de música evangélica a la sombra de unas mallas ferianas. Ambos comenzaron a quitarme toda la basura y, más encima, como yo era chico, no podía ni defenderme. La primera vez que les intenté quemar la casa, el viejo me agarró del pelo y la vieja a pegar escobazos. ¡Pero es que ustedes me quitan toda la basura!, les gritaba llorando yo, si hasta llegué a soñar que los muy maracos me quitaban el tubo de cemento. Pues eso. Ahora vivo en Buin en una carpa debajo de un sauce y tengo un perro que se llama Basurita y ambos nunca hemos conocido el amor. Vivo juntando latas de aluminio y rescatando, de vez en cuando, medidores de agua de una población nueva que están construyendo.      

 

 

 

 

3.

 

Pero antes de todo, cuando era de verdad más chico y con suerte yo sabía prender una tele y diferenciar si la leche de la mamadera del día anterior estaba agria o no, vino el tema de los pollos. Un día mi papá llegó con tres cajas plataneras llena de pollitos. Él apenas podía entrar por la puerta de la casa con esas tres cajas en los brazos que apenas lo dejaban mirar por dónde caminaba. ¡Cómo se te ocurre traer esos pollos, agüeonao!, le dijo mi mamá. Pero Negra, se viene el día del niño, estaban baratos, los voy a vender al tiro en la feria del domingo, le decía él. Y mi mamá se iba a la pieza de atrás a patear cosas y a putear a mi papá. Cuando él me dijo que me acercara a las cajas para que viera los pollos, había varios que ya estaban muertos y la mayoría estaban como decaídos, enfermos, apenas respirando. Tengo que molerles maíz y ponerles un poquito de agua no más, dijo él. Pero faltaban varios días para que llegara el domingo y todos los pollos se murieron y mi papá desapareció porque parece que le dio vergüenza y estuvo tomando tres días sin que nadie supiera dónde andaba. Mi mamá me dijo que echara los pollos en un saco papero y los fuera a tirar a los montones de basura que se juntan después que se va la feria. Y allí los fui a dejar. Unos cabros empezaron a jugar con ellos, se los tiraban a los perros, que ni los pescaban, los olían y se iban, indiferentes. Cuando mi papá llegó el día lunes, yo ya estaba acostado, estaba solo en la casa, la verdad es que no sé dónde estaba mi mamá. Yo dibujaba mientras veía tele. Ya era muy tarde en la noche. Mi papá entró sin saludarme y se fue directo a la cocina a buscar algo para comer. Había fideos o lentejas, siempre había fideos o lentejas en la casa. Mi papá se sentó solo en la mesa y empezó a comer como un chancho, se le caía la comida de la boca y resoplaba como si se estuviera ahogando. Linda la güeá, le dijo mi mamá cuando llegó. Silencio. Sólo el masticar sin ritmo de mi papá. Voh no pensai en ni una güeá, perquin culiao al peo, le dijo ella y le tiró un escupo al plato de él. Mi papá no levantó la cabeza e hizo con la cuchara un movimiento circular en su plato, mezclando el escupo, la saliva de mi mamá, con el resto de la comida. Siguió comiendo. Creo que después se fue.

Juan Carreño (1986). Poeta, cronista y narrador. Ha publicado Compro Fierro (Balmaceda Ediciones), Bomba Bencina y Oxicorte (Das Kapital), Ir a la trinchera (Ajiaco Ediciones) y la novela Budnik (Cinosargo).

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